Una visita relámpago a Zamora -que sólo puede servir para desear volver pronto- con el tiempo justo para un buen paseo por el centro histórico y la visita a un edificio que no es ni nuevo ni viejo, sino intemporal: el cubo pétreo que -oculto en el espacio cerrado por la iglesia de Santa Lucía, el palacio de Cordón y la roca cortada- alberga el Museo de Arqueología y Bellas Artes.
Sus autores lo describen como “el cofre que contiene las joyas de la ciudad” y, efectivamente, bajo la tapa metálica que lo cierra e ilumina encontramos una secuencia de serenos espacios resueltos con una reducidísima paleta de materiales -hormigón pintado blanco, madera, vidrio y acero- pero sorprendentemente variados , que acomodan con naturalidad desde una punta de flecha prehistórica a una preciosa veleta centenaria, una arcada de piedra, un enorme mosaico romano, o el mirallesco mueble-caja fuerte que guarda el tesoro celtibérico de Arrabalde.
Su única fachada urbana es la cubierta dentada de zinc – visible desde los espléndidos miradores al Duero con que cuenta la ciudad- que los arquitectos diseñaron cuidadosamente evitando la aparición de chimeneas, máquinas de aire acondicionado y demás cacharros y descomponiéndola en cuatro crujías de lucernarios de diferentes tamaños y orientaciones que reducen la escala del edificio y la ajustan a la de las edificaciones vecinas.
Un objeto a la vez autónomo y arraigado que consigue lo más difícil. Parece haber estado siempre allí.