
Si en su día hubiera encontrado estos fantásticos «tinacos» decorados, sin duda los habría usado para ilustrar la entrada sobre «los ojos que vigilan» de Jane Jacobs.
Si en su día hubiera encontrado estos fantásticos «tinacos» decorados, sin duda los habría usado para ilustrar la entrada sobre «los ojos que vigilan» de Jane Jacobs.
La última entrada del siempre interesante blog de José Ramón Hernández Correa, defiende que el conjunto de viviendas proyectado por Sáenz de Oiza al borde de la M-30 madrileña y conocido como «El Ruedo» (por los arquitectos) y como «La cárcel» (por el ciudadano de a pie) es a la vez «una obra maestra llena de aciertos arquitectónicos» y «una bazofia, un muy mal lugar para vivir«. ¿Es eso posible?
A mi modo de ver, su única virtud es que parte de una idea fuerte -cerrarse a un exterior hostil e intentar crear un remanso interior- que, por desgracia, no se enriquece o matiza al pasar del croquis en una servilleta al mamotreto kilométrico enroscado en si mismo que finalmente se construyó. El edificio es un esquema.
Como la fachada exterior debe cerrarse al entorno, se formaliza como una muralla de minúsculas ventanas todas iguales -inspiradas en el nefasto osario del cementerio de Aldo Rosssi en Módena– que, efectivamente, evoca un presidio; obviando que ese exterior no siempre es una autopista (sólo uno de los cuatro lados de la parcela da a la M-30) o que en lugar de una muralla micro-perforada, podía haber pensado en fachadas con espesor, filtros u otros elementos que realmente atenuasen el insoportable ruido del tráfico.
En el interior ni siquiera lleva a sus últimas consecuencias la idea de partida -planteando un parque o espacio de convivencia- sino que nos encontramos con un espacio inhóspito y lleno de coches que no veo porque no podrían aparcar debajo de los edificios; y en lugar de plantear una fachada abierta y porosa con generosas terrazas que puedan acoger plantas y vida al aire libre, nos encontramos con otra muralla que, para contrastar con la rossiana imagen exterior, se pinta de colorines- inspirándose esta vez en los peores proyectos de los posmodernos norteamericanos.
Jane Jacobs demostró que cuando las manzanas superan un determinado tamaño provocan inmediatamente problemas a su alrededor al interrumpir la permeabilidad entre zonas que provoca que la gente pase por los lugares de camino a otros, dándoles vida y evitando que se vuelvan siniestros y peligrosos. Este edificio ignora ese principio básico y tiene un gravísimo problema de escala ya que únicamente está pensado como hito urbano: un mojón que se identifica al pasar a toda velocidad por el anillo de circunvalación. Un icono, un esquema monumentalizado que ignora la orientación, las diferencias de carácter de las calles que lo rodean y, lo que es más grave, las necesidades más básicas de sus habitantes.
Es esa imagen fuerte y esa «radicalidad» lo que algunos arquitectos admiran pero me repugna pensar que una colmena inhabitable pueda ser sinceramente considerada una obra maestra de la arquitectura residencial.
“Hay una cualidad más extendida aún que la descarada fealdad o el desorden, y esta cualidad es la deshonesta máscara de un supuesto orden conseguido por ignorancia o supresión del orden real, que se debate por existir y ser reconocido”
Declaración de un vecino disgustado con la reforma de su barrio. Recogido en “Muerte y vida de las grandes ciudades” de Jane Jacobs.
La arquitectura cualifica un espacio para permitir que en él se desarrollen determinadas actividades y. al hacerlo, establece inevitablemente algún tipo de orden. Pero sus pautas deben atender al orden profundo de las cosas, que no es ni arbitrario ni aleatorio.
Un ejemplo de orden aleatorio sería aquel que un Erasmus francés de intercambio en la Escuela de Arquitectura de Barcelona llamaba colocar el mobiliario público “a la catalana” y que consiste en recortar las plantas de bancos y papeleras, agitarlas dentro de un cubilete y lanzarlas sobre el plano para que el azar determine su posición y tengan así un aspecto “casual” (en el doble sentido de determinado por el azar y desenfadado). Esa manera de proceder tiene una de sus manifestaciones más claras en esas sillas que pueblan tanta plaza dura barcelonesa que -al no formar ni corrillos ni grupos separados- anulan cualquier posibilidad de uso colectivo.
Un ejemplo de orden arbitrario, siguiendo con ejemplos de espacio público, consistiría por ejemplo en dibujar sobre el espacio a urbanizar una trama que paute la posición de todos los elementos, desde el adoquín hasta las tapas de alcantarilla, las farolas o las pérgolas. Es el más habitual, y puede aparecer en versión lineal –como la reforma de la Avenida Roma o tantísimos otros proyectos de urbanización en franjas- o curva –como el Parque de los Auditorios en el Fórum de Barcelona, donde la misma pieza de pavimento en forma de luna se extruye para formar desde un graderío a esos extraños asientos con forma de inodoro.
Pero el orden de la arquitectura lo pauta la vida humana. Y, como ella, no es ni aleatorio ni arbitrario. Es complejo.
En su forma más simple, cada persona tiene el potencial de crearlo instintivamente en sus actividades cotidianas, como en el ejemplo que pone Christopher Alexander en “El Modo Intemporal de Construir” :
“Imagínate una tarde invernal con una tetera, un libro, una lámpara para leer y dos o tres mullidos cojines en los que puedes apoyar la espalda. Ahora, ponte cómodo. No de manera tal que puedas mostrárselo a otros y decirle cuánto te gusta. Quiero decir que te guste realmente por ti mismo.
Pon la tetera al alcance de la mano pero en un sitio donde no pueda volcarse. Baja la luz de modo que caiga sobre el libro pero sin que veas la bombilla resplandeciente. Coloca esmeradamente los cojines, uno por uno, exactamente donde los quieras para apoyar la espalda, el cuello, los brazos, de modo que te sientas cómodamente sostenido, tal como te agrada para beber el té, para leer, para soñar.
Si te tomas la molestia de hacer todo eso y lo haces esmeradamente, con gran atención, es posible que el conjunto empiece a tener la cualidad sin nombre.”
Obviando la peliaguda “cualidad sin nombre” (ese «no-se-qué» que, para Alexander, comparten las cosas vivas), si realmente el lector-bebedor de té del ejemplo busca concienzudamente la posición de las cosas que mejor posibilita su disfrute, la tetera, los cojines, el libro y la lámpara acabaran colocados en sitios muy concretos y determinados, siguiendo un orden que no es ni rígido ni caótico, sino natural, vivo y cambiante.
Desgraciadamente, lo que resulta relativamente asequible con una tetera, unos cojines, una lámpara y un libro, se complica enormemente al aumentar la escala del problema, siendo el caso más sofisticado ese orden complejo de tantos asentamientos humanos en los que cada elemento comparte ciertas leyes pero es a la vez único, y entre todos forman un conjunto armónico y vibrante. Es un tipo de orden que no puede decidirse de una tacada sino que se forma colectivamente por agregación paulatina de elementos pensados bajo unos mismos parámetros que se singularizan para responder a las sutilezas de cada situación. Un orden lento para un mundo cada vez más rápido.
Si no podemos organizarnos según sus principios, debemos al menos asegurarnos de que los órdenes que imponemos sean compatibles con su aparición a una escala menor. Por seguir con la escala urbana, es interesante a ese respecto la lección del ensanche barcelonés, con una retícula capaz de absorber tejido residencial decimonónico (Eixample Dreta), desarrollista (Eixample Esquerra) y olímpico (Vila Olímpica) siendo este último -al estar proyectada cada gran manzana por solamente uno o dos arquitectos (para más inri, de renombre)- el que menos permite la aparición de signos de vida y diversidad.
Creo que la reflexión es extensible también a escalas más pequeñas y que es importante luchar siempre por mantener y propiciar ese orden complejo y humano aunque su lentitud choque con la velocidad que exige un mundo regido por las despiadadas reglas del dinero.
Nota:
La imagen es del libro «Architecture Without Architects» de Bernard Rudofsky, un inagotable catálogo de ejemplos del tipo de orden que reivindico en este breve texto.
En el pasaje más citado de su clásico estudio “Muerte y Vida de las grandes ciudades”, Jane Jacobs compara los ires y venires cotidianos en las aceras de Hudson Street, su calle, con un ballet siempre cambiante. Lo que no se comenta tan a menudo- probablemente porque la vigilancia se asocia al autoritarismo- es que en ese mismo capítulo la autora atribuye ese milagro-que no se da ni en barrios residenciales lujosos ni en polígonos periféricos de alta densidad- a la seguridad que sólo puede proporcionar “la abundancia de ojos en la calle”.
Es la densa trama que forman las miradas -al saludarse de pasada, al charlar en la tienda, al coincidir bajando la basura o al observar desde una ventana o desde la mesa de una terraza a los hijos propios o de algún vecino jugando una pachanga – lo que permite que una calle sea segura y pueda, por tanto, llegar a estar viva.
Para que los ojos hagan esa parte de su trabajo, para que se active la red de miradas, es imprescindible una red previa de relaciones –del reconocimiento de alguna cara que no acabas de ubicar (¿la cajera del súper, tal vez?) a lazos de sangre o asentada vecindad – sobre la que, pese al constante cambio, somos capaces de detectar la mínima distorsión o anomalía.
Pero ya ni siquiera las calles Hudson bailan como antaño. Los precios suben y las casas abandonadas por los “del barrio de toda la vida” son ocupadas por gente con más dinero (y menos arraigo), los comercios tradicionales sustituidos por franquicias o boutiques y se produce esa especie de urbanicidio pasional en la que el amor por el ambiente de un determinado barrio provoca su revalorización, la sustitución de la población, y el fin de aquella frágil atmósfera que inició todo el proceso.
Pasado un tiempo, ya nadie conoce a nadie y se empieza a remolonear en el buzón para no compartir el ascensor con esos vecinos de los que ya nada sabemos (más…)