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Antiarquitectura y Deconstrucción

Antiarquitectura y Decosntrucción

Desde que leí el hilarante ¿Quien teme al Bauhaus feroz? de Tom Wolfe, los ataques a la modernidad arquitectónica constituyen uno de mis géneros literarios favoritos. Desgraciadamente –debido a que contradecir el consenso “pro-vanguardia” que emana de escuelas, revistas especializadas y suplementos dominicales implica la exclusión de puestos académicos, jurados de concursos o colaboraciones con los medios- las novedades editoriales en este campo son más bien escasas.

Por eso celebro la publicación de Anti-arquitectura y Deconstrucción: El triunfo del nihilismo de Nikos Salíngaros (Diseño Editorial, 2014) -una recopilación de artículos contra lo que Salingaros llama “anti-arquitectura” que incluye colaboraciones de otros autores y se cierra con una entrevista con el pope Christopher Alexander (con quien el autor colaboró durante años en la preparación de “The Nature of Order”)- y que representa una valiente aportación a esta literatura.

Desde luego, hay que ser osado para abrir el libro con las elogiosas palabras del Príncipe Carlos de Inglaterra -ese conservador a ultranza del que tanto se han mofado los arquitectos modernos por sus intentos de combatirlos- y aún más para argumentar con aplomo que la arquitectura moderna es un virus (y una secta) capaz de acabar con la cultura, para discutir el barniz izquierdista que suele atribuirse a toda vanguardia, o para interesarse por la esfera espiritual y religiosa de la disciplina.

El grueso del ensayo está dedicado a desmontar convincentemente el discurso oscurantista (“el virus Derrida”) y el prestigio de las obras “destructoras de vida” propios de los arquitectos “deconstructivistas” (Libeskind, Eisenmann, Koolhas, Tschumi, Gehry…) con referencias a la nefasta influencia de Le Corbusier y algún artículo puntual (el dedicado al museo romano de Richard Meier) que amplían la diana a otras líneas de diseño “anti-arquitectónico”.

No creo que los “deconstructivistas” sean el problema sino sólo su manifestación más extrema y descarada ; los más recatados “minimalistas” también viven por y para la imagen. Por eso, al explicar un proceso global no limitado a la arquitectura deconstructivista, la parte que más me ha impactado de este ensayo es la sugerente explicación del mecanismo mediante el cual algunas imágenes van legitimando determinadas arquitecturas y, a su vez, los edificios vuelven a reforzar dichas imágenes en un proceso patológico – en el que los tics formales modernos funcionarían como los memes de Richard Dawkins propagándose más rápidamente cuánto más simples son- que va cubriendo la faz de la tierra de arquitecturas en el mejor de los casos inertes y en el peor aniquiladoras.

Pienso que el auténtico lenguaje de la arquitectura trasciende los estilos y, por ello, no puedo compartir el odio visceral de Salíngaros hacia la arquitectura moderna y contemporánea. De hecho, me inquieta que el autor incida tanto en cuestiones estilísticas y confiese abiertamente su incomodidad porque uno de los arquitectos que contribuyen un texto al libro (la excelente crítica del museo berlinés de Libeskind que firma Hillel Schoken) proyecte edificios “modernos” y que -exceptuando una mención de pasada a la “modernidad adaptativa” de Dimitri Pikionis- la única práctica contemporánea que parece aprobar sea la arcaizante obra de Alexander, Porphyrios, Krier y compañía. Tampoco creo que haya que promover el advenimiento de un nuevo paradigma arquitectónico sino luchar por promover la buena arquitectura que siempre existe (aunque sea alejada de los focos mediáticos).

Pero –a pesar de las discrepancias mencionadas y de estar convencido de que el mensaje se transmite mucho más eficazmente con humor (y concisión) que cuando se plantea como una cruzada contra un enemigo que encarna un mal absoluto capaz de destruir nuestra civilización- sí simpatizo con la lucha de Salíngaros contra el oscurantismo, el imperio de la imagen, la complicidad de los críticos o la inconsistencia de los discursos seudocientíficos que legitiman esas arquitecturas “vanguardistas” en las que resulta imposible encontrarse bien; y considero que un ensayo que cuestiona tan abierta y apasionadamente el discurso dominante bien merece ser leído y discutido.

Nota: Desgraciadamente, este tipo de iniciativas editoriales no cuentan con los medios que merecen y la edición y traducción dejan bastante que desear por lo que recomiendo a los interesados la versión inglesa del texto.

Teo-rías

CesarPortela_Aquarium_Vilagarcia de Arousa “Para el arquitecto con ambiciones, tener una teoría acabó por ser tan vital y natural como tener teléfono”. Tom Wolfe- “¿Quién teme al Bauhaus feroz?” (Anagrama, 1982)

En su excelente “Manual de crítica de la arquitectura”, Juan Díez del Corral se sacó de la chistera una ingeniosa etimología según la cual «teo-ria» significaría “abundancia de dioses” y consistiría en la confección de santorales al margen de toda crítica, que servirían, en el campo de la arquitectura, para  justificar diferentes tendencias formales (“…si rendimos culto a la Función, nos sale arquitectura funcionalista; si nos ponemos bajo la advocación del mucho más abstracto Forma, nos sale el formalismo; si se trata de ser Moderno, nos saldrá el modernismo; si invocamos la Alta Tecnología nos sale un Foster; si adoramos al Cubo, nos sale un Moneo y así sucesivamente”).

Además, como recuerda Félix de Azúa al referirse al psicoanálisis, las teorías aplicadas al arte “suelen dar alguna información valiosa, interesante o por lo menos entretenida sobre asuntos subyacentes: la historia social de la época, la construcción de esquemas formales, o las curiosas virtudes de la retina humana” pero son perfectamente a- científicas. Por no remontarnos a la hiperabundancia de dioses en las vanguardias (el cuadrado, la velocidad, el cristal…) o en el Estilo Internacional (la función, la máquina, la higiene, la abstracción…) recordemos, por ejemplo, como en la Galicia de los años setenta y ochenta pegó muy fuerte Aldo Rossi  y su «Tendenza» quien -al mostrar los cambios de uso de muchos edificios a lo largo de la historia- ponía en cuestión la importancia de la función en la arquitectura y reivindicaba la importancia del tipo.

La crítica era pertinente y aportaba conocimiento, pero el resultado de su popularización no fue tanto la asimilación de las ideas como el plagio de la forma rossiana, lo que llevó a la proliferación de paupérrimos e inertes volúmenes elementales, siempre con cubierta a dos aguas, siempre simétricos y en los que la única ventana permitida era el cuadrado subdividido con una cruz, que –en eso sí eran fieles a la teoría- tanto servían para meter dentro una casa como un colegio, un centro de salud, un acuario, o el estudio de un pintor. AG_vivenda_refuxio_illa_arousa_manuel_gallego_jorreto_00

O pensemos en Peter Eisenmann, que se convirtió en el publicista de la deconstrucción aplicada a la arquitectura, ya que le permitía defender con total descaro la irrelevancia del usuario (él prefería llamarle “sujeto”) y la legitimidad de construir espacios inhabitables que cumplían la que para él era (al menos en 1982) la función principal del Arte y la Arquitectura: incomodar a la gente para que asumiese “que las cosas no están bien”, que vive en un estado permanente de alienación y ansiedad. Hacerle daño por su propio bien. La realidad es que su única preocupación es jugar con las formas.

O en los que saltan alegremente de una teoría a otra, como Philip Johnson que consiguió ser el creador del “Estilo Internacional” (montó con Henry Russell Hitchcock la exposición que sirvió para bautizar ese estilo y poner los requisitos para ser moderno) para pasar luego a campeón del “Posmodernismo” con su horrendo rascacielos ATT y lanzarse, siendo ya un anciano, en los brazos de la “Deconstrucción”. Y es que, aunque algunos dioses sean más flexibles y benévolos que otros, casi todos ellos exigen subordinar a sus oscuros designios formales lo importante: “crear un espacio habitable y significativo para el presente y para la memoria”. Bibliografía: Félix de Azúa- “Diccionario de las Artes” (Planeta, 1995) Juan Diez del Corral- “Manual de crítica de la arquitectura” (Biblioteca Nueva, 2005) Posts relacionados: La Idea Moda    

Orden en la sala

Cidade da CulturaHace ya tiempo que me interesan las ideas de Christopher Alexander, y unos meses que presencio a diario cómo un engendro inacabado de Eisenman amenaza mi ciudad desde el monte Gaiás. Un lejano día de noviembre de 1982 ambos se enfrentaron en un acalorado debate en la Graduate School of Design de Harvard que merece la pena recuperar.

Eisenman había terminado su tesis doctoral (“The Formal Basis of Modern Architecture”) que -según reconoce en esta conversación- surgió como una contestación airada a la disertación de Alexander  (“Notes on the Synthesis of Form”); y tras construir sus juegos lingüísticos sobre la obra de Le Corbusier y Terragni (las “casas” I-IV) se había convertido en el máximo propagandista de lo que se llamó “arquitectura deconstructivista”, que pretendía ser una aplicación de las ideas de Foucault, Derrida y compañía al ámbito de la arquitectura.

Alexander había publicado ya su clásico “El modo intemporal de construir” y, desde California, seguía avanzando pacientemente en su sistemática codificación de los “patrones” de aquel orden perdido que había permitido durante siglos que el ser humano se relacionase armoniosamente con la naturaleza.

Un debate de este tipo, a diferencia de un ensayo donde el autor puede escaquearse de aquellos temas que no le interesa abordar, obligó a los participantes a formular sus ideas de la manera más clara y cruda posible.

Así, vemos cómo un provocador Eisenman desprecia la catedral de Chartres -a la que solo echaba una ojeada de camino a un buen restaurante- y defiende abiertamente que la finalidad de la arquitectura no es buscar que la gente se encuentre bien sino incomodarla para que  asuma la ansiedad y alienación en la que vive (como aún no había triunfado su programa y no sobraban ejemplos de relumbrón, pone como sorprendente paradigma de esta concepción ¡el pórtico del ayuntamiento que Moneo construyó en Logroño!).

Y vemos a Alexander, un matemático de formación y gurú del diseño tanto del hábitat como informático, exponer en cuatro frases cómo el pensamiento científico nos llevó a estudiarlo todo “como si fuesen pequeñas máquinas” y a minusvalorar la íntima interrelación entre el ser humano y la “materia espacial” de la que están hechas las cosas; e insistir en su mensaje humanista de que, enfrentado al reto de hacer una mesa, su objetivo es hacer la mejor mesa posible y no un comentario de texto que además sirva para comer.

La conversación, tensa y franca, no tiene desperdicio y nos permite entender mejor cómo hemos llegado a arquitecturas como la de esta Ciudad de la Cultura, en la que Eisenman sigue fiel a sus principios de incomodar al usuario pero en la que el juego ha pasado, de las domésticas rotaciones y traslaciones de elementos del vocabulario de la arquitectura moderna, al peligroso entretenimiento de cruzar una vieira con la trama del casco antiguo de una ciudad a escala natural.