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Valerio Olgiati en San Ildefonso

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El enorme Colegio de San Ildefonso estaba prácticamente vacío y el granizo caía con furia acumulándose en los claustros.

Nos reciben en el centro de la sala 10 una procesión de hermosas maquetas blancas apoyadas sobre ligeras patas de acero negro, en las que el espacio interior de cada edificio emerge telescópicamente del volumen exterior convirtiendo la comprensión de la relación entre ambos en un artificioso juego que obliga al espectador a deslizar mentalmente el interior de nuevo dentro de su envolvente.

En una pared, una breve ficha con datos básico sobre cada proyecto; en la de enfrente, dos pequeñas fotografías en blanco, negro -y mucho gris- de la obra terminada, acompañadas de crípticas plantas y secciones saturadas con sugerentes texturas -que las convierten más en láminas artísticas que en una representación de cómo se desarrolla el programa funcional o cómo se construye cada edificio- y que sugieren un mundo de ricos acabados y pavimentos que contradicen la frialdad y dureza abstracta de las fotografías en la que vemos espacios irreales modelados con un único material, maquetas de cartón pluma –u hormigón- construidas a escala 1:1.

Sin ninguna referencia al contexto o al habitante, los objetos flotan ajenos a cualquier tiempo o lugar concreto, como si una de aquellas fantasías arquitectónicas de Boullée hubiese viajado en el tiempo, jibarizada, cambiando sus cúpulas y bóvedas de cañón por cubiertas a dos aguas, como si la impenetrable caja de un artista minimalista hubiese crecido hasta permitir el acceso a su interior, o como si el fragmento de un dibujo de Rossi se hubiera de repente materializado perdiendo su color.

Un ejemplo perfecto del arquitecto como artista creador de bellos objetos ensimismados, pero no de la arquitectura como arte ya que no hay rastro alguno de los materiales con los que trabaja la mejor arquitectura: el ser humano, la intensificación o reparación del entorno. La vida.