Categoría: arquitectura

El paisaje urbano

Si a veces te preguntas si la planificación urbana basada sólo en estándares y parámetros cuantitativos (y en el imperio del dinero) nos ha llevado a proyectar nuestras ciudades con calculadoras y hojas de cálculo, a privilegiar el coche sobre el peatón y a construir diagramas tridimensionales que en vez de enriquecerse con el contacto con la realidad, ignoran las sutilezas topográficas, de escala y de elaboradas secuencias visuales que dan a tantas ciudades históricas esa capacidad de sorprendernos e intrigarnos desvelando paulatinamente sus encantos; este viejo libro esconde algunas valiosas lecciones para recuperar el arte perdido de la creación de espacios  -o, mejor, lugares- urbanos.

Se editó originalmente a principios de los 60 y se reeditó y tradujo al español (“El paisaje urbano”. Ed. Blume, 1974) pero estas versiones posteriores omiten la parte final en la que Cullen analiza varios casos prácticos y que, en mi opinión, es una parte fundamental del libro. No esperen un sesudo tratado porque Cullen es ante todo un dibujante superdotado que se explica fundamentalmente a través de bocetos y fotografías acompañados de breves notas.

A lo largo de los años, la gente ha visto este ensayo gráfico como parte de la tradición humanista de Jacobs y Alexander, como justificación del primer posmodernismo, como inspiración de los bocetos urbanos de Foster y otros; o como las patadas de ahogado de un ludita.

Como todos los clásicos, admite múltiples lecturas y creo que sería una gran iniciativa reeditarlo -completo, sin amputar la parte final- para que nuevos lectores puedan encontrar en él añeja inspiración para insuflar nueva vida a nuestras ciudades.

El ojo del arquitecto

En la hermosa exposición del arquitecto-con-cámara Alfonso López Baz encontramos impecables fotografías -en riguroso blanco y negro- de edificios de Siza, Niemeyer, Gehry, Toyo Ito o Luis Barragán.

Pero curiosamente, la imagen que más me intrigó fue la de una casa al borde del lago de Valle de Bravo con un aire misterioso e intemporal.

Podría ser alguna obra poco conocida de algún discípulo aventajado de Wright, o tal vez de algún exiliado centroeuropeo de la posguerra, aunque la serenidad que transmite hace pensar en un creador maduro, que ya ha superado la ansiedad por destacar y ya no busca más que la naturalidad. Alguien que aprecia la intimidad y la penumbra y que sabe combinar con sabiduría el hormigón con la mampostería y la piedra.

Cuando intento en vano rastrear más información sobre esta evocadora casa – y descubro con sorpresa que uno de los autores es el propio López Baz- pienso que tal vez sea mejor así. Que la imagen es aún más poderosa si sólo podemos imaginar lo que esconde.

Frente a mi ventana, mi coche

Por la ventana de mi oficina vi ayer un coche volador.

¿Qué extraña lógica puede explicar esa estructura tan ineficiente?

¿Por qué el derecho de alguien a aparcar puede prevalecer sobre el derecho a la luz y la vista?

¿O es que -como sospecho- cada vecino consideró una buena idea poder aparcar su coche delante de su ventana y se pusieron todos de acuerdo para gastar una considerable suma de dinero en construir ese monstruoso elevador?

Definitivamente, nunca dejará de sorprenderme este país.

De un casquete esférico

Cuanto más perfecta es una forma, más cerrada e intratable resulta. Cualquier adición puede desfigurarla si no observa sus leyes geométricas o deja una separación prudente.

Este elevador panorámico atraviesa la cúpula en un lugar indeterminado, pero inquietantemente próximo al centro. Ni lo acentúa ni se subordina a él; lo ignora.

Y, al hacerlo, destruye el carácter de un lugar con vocación de vacío elocuente que, si bien ya nunca albergará los plenos legislativos que soñó el arquitecto original, todavía podría acoger actos cívicos relevantes si esta desafortunada cópula no le hubiese robado buena parte de su potencia espacial.

Latinitudes

La exposición “Latinitudes” presentada en el Museo de la ciudad de México recoge el trabajo que el fotógrafo brasileño Leonardo Finotti dedicó a documentar la arquitectura moderna de América Latina.

Las estupendas fotografías -todas ellas en riguroso blanco y negro y evitando encuadrar edificios contemporáneos- parecen recién salidas de una de esas publicaciones de mediados del siglo pasado dedicadas a documentar las más punteras creaciones arquitectónicas (“Brazil Builds”, “Modern Architecture in Mexico”,….).

Una mirada atenta al deterioro de varios de los edificios (llenos de graffitis y desconchones) revela que las fotografías no son de su época de esplendor pero tanto la fuerza de los encuadres -sin fuga vertical, buscando acentuar el carácter icónico de las construcciones- como la ausencia de placas informativas sobre la ubicación, arquitecto y fecha del edificio y de la toma convierten todas las ciudades en una única ciudad y todos los tiempos en un único momento imposible de datar.

La pericia técnica capaz de hacer pasar fotografías contemporáneas por documentos de época es asombrosa y las fotografías son indudablemente hermosas, pero, tras visitar la pequeña muestra, quedan dudas sobre su finalidad última.  ¿Se trata de defender la vigencia del movimiento moderno? ¿Es una evocación nostálgica de un pasado que confiaba en un futuro mejor para todos? ¿Un simple ejercicio de estilo?

Sea cual sea la intención del autor, merece la pena visitar esta carta de amor a la fase heroica de la modernidad arquitectónica, y maravillarse por la fuerza que mantienen estos edificios para quien sabe apreciarla (y representarla).

Arata Isozaki (1931-2022)

Aunque (casi) siempre me han espantado sus proyectos cuando me he tropezado con ellos en alguna publicación, porque ejemplifican muchos de los peores excesos de la posmodernidad (chistes, caprichos, insuficientes juegos de escala, colorines), debo reconocer que las tres obras de Isozaki que he conocido en persona me parecen sorprendentemente comedidas y atemporales.

En el Caixa Forum de Barcelona supo respetar la hermosa fábrica modernista Casaramona y convertirla en un estupendo centro cultural en el que hemos disfrutado de conferencias y exposiciones memorables. El homenaje al pabellón Mies del patio enterrado de acceso y la escultura arbórea que señala la entrada podrían verse como un guiño facilón o un pastiche de elementos dispares, pero -contra todo pronóstico- funciona en su objetivo de otorgar el protagonismo al edificio original sin renunciar a comunicar su nuevo uso y carácter urbano.  

En el Palau Sant Jordi empezó la casa construyendo el tejado sobre el suelo, lo elevó y dio  a la ciudad un excelente polideportivo de usos múltiples que ha envejecido sorprendentemente bien y continua acogiendo muchos de los principales conciertos y eventos de la ciudad.

Y, por último, el Domus coruñés logró embellecer una fachada urbana desdichada, que nunca estuvo a la altura del maravilloso espectáculo de Riazor y el Orzán, construyendo sobre un escarpado desnivel un edificio que por detrás es un biombo de granito y por delante una vela de pizarra.

¿Es posible que si conociese en persona algunos de sus adefesios posmodernos -o el espeluznante centro de convenciones de Qatar- les encontrase también valores urbanos y arquitectónicos? ¿Quién sabe? En cualquier caso, mis respetos para estos tres edificios y su autor. Descanse en paz.

El «calvo» de Parra

Aprovechando una visita a las casas taller de Kahlo y Rivera en San Ángel, busqué en las fachadas de las casonas que las rodean la burlona figura que enseña el trasero a la arquitectura moderna, y efectivamente, ahí está, oculta entre la hierba, en el número 84 de la calle Diego Rivera.

Parece ser que fue una casa que Manuel Parra proyectó inicialmente para su uso personal en 1950, lo que explica que pudiese permitirse estas alegrías decorativas.

Lo que queda de un Candela menor

Una de esas sorpresa agradables que te da esta inabarcable ciudad es que puedes encontrar en un supermercado cutre de barrio una estructura diseñada por el maestro Félix Candela. Aunque desfigurado por el paso de los años y los cambios de uso, se sigue apreciando el elegante espacio industrial iluminado cenitalmente que Candela diseñó en 1952 («Autos Francia»).

Arquitectura y Vida

“The mission of an architect is to help people understand how to make life more beautiful, the world a better one for living in, and to give reason, rhyme, and meaning to life.” – FRANK LLOYD WRIGHT, 1957

No contribuiremos a hacer del mundo un lugar mejor para vivir,  ni de la vida algo más hermoso y lleno de sentido con una arquitectura inerte. Necesitamos:

Una arquitectura arraigada.

Una arquitectura capaz de crecer con naturalidad.

Una arquitectura reciclable.

Una arquitectura sana.

Una arquitectura que sea más un proceso que un producto.

Una arquitectura que respire.

Una arquitectura que interactúe con el sol, el viento y la lluvia.

Una arquitectura que active el espacio público que la rodea.

Una arquitectura que nos hable.

Una arquitectura sensual, atenta al tacto, al olfato y al oído.

Una arquitectura que sea caja y no estuche, donde el lugar de cada actividad no esté estrictamente determinado, donde podamos llevar una vida menos encorsetada, más libre. 

Una arquitectura que envejezca con dignidad, a la que el tiempo cubra de pátina y no de suciedad.

Una arquitectura que resulte más interesante habitada que vacía.

Una arquitectura que nos haga sentir más vivos.

Una arquitectura viviente.

¿Por qué no hay personas (normales) en las imágenes de arquitectura?

En las vistas de ciudades ideales renacentistas, la ausencia de vida humana realza la simetría de espacios tan perfectos que se verían ensuciados por figuras atravesando la escena al ritmo de sus quehaceres diarios, ajenas al orden implacable de la perspectiva central. El orden complejo de la vida no se subordina con facilidad a la dictadura de la geometría.

En los proyectos de la arquitectura de la Ilustración, los seres humanos aparecen apenas como diminutas siluetas que permiten entender la demencial escala de construcciones visionarias, o como almas en pena que vagan por las ruinas de sobrecogedores espacios de lógicas incomprensibles. Están ahí para reforzar el carácter sublime de una naciente belleza que pasa por hacer sentir al ser humano su pequeñez e insignificancia.

En el constructivismo, el neoplasticismo, el futurismo y otras vanguardias, primaba la autonomía de la forma, la expresión idealizada de la modernidad triunfante. La figura humana, que tan poco había cambiado desde el paleolítico, era un obstáculo para transmitir lo nuevo, el futuro, el grado cero.

Tras la resaca de las guerras mundiales, hubo intentos de hacer una arquitectura más social y se popularizaron los dibujos de calles llenas de gente en las propuestas urbanísticas de las “New Towns” inglesas o las fotografías de juegos infantiles holandeses en pleno uso. Pero, salvo honrosas excepciones, no tardamos en regresar al “business as usual”.

En las fotografías de las revistas de arquitectura contemporánea -que no dejan de ser una sofisticada forma de publicidad-, los fotógrafos se toman grandes molestias para poder capturar las imágenes antes de que se inaugure el edificio o, si ya está en uso, en horas en las que no estén ocupados. Una silueta difuminada subiendo una escalera volada es lo más parecido a una persona que podemos encontrar entre sus páginas de papel cuché.

En las infografías y animaciones comerciales, la presencia de figuras humanas  tiene dos funciones fundamentales. La primera, servir como referencia para entender las dimensiones del espacio: dar la escala. La segunda, la misma que los modelos en un anuncio: que su apariencia -vestimenta, belleza, figura, postura- logre evocar un mundo perfecto del que nos gustaría formar parte.

Seguimos anclados en el culto a la imagen y “lo nuevo” y consumimos las imágenes de arquitectura como anuncios, como símbolos de una vida a la que aspirar. Ver personas “reales» -o sus posesiones- dificulta imaginarnos ocupando esos espacios y rompe el hechizo de pensar que esa casa podría ser la nuestra. 

Nunca ves gente normal en un anuncio.

Ningún hombre es una isla

Una construcción muy económica (menos de 5.000 dólares de la época) cuyo pequeño interior se expandía al abrirse totalmente a un patio arbolado parcialmente excavado en la colina y que evocaba a la perfección una vida relajada y centrada en las cosas realmente valiosas. Un ideal de ese lugar en el mundo al que todos aspiramos.

Desgraciadamente, tras media docena de pequeños proyectos, Drake murió en un accidente de ski a los 35 años. En su cartera encontraron la transcripción de su puño y letra de este maravilloso poema de John Donne al que ahora sé que debemos dos frases imperecederas (“¿Por quién doblan las campanas?” y “Ningún hombre es una isla”) y que refleja el profundo humanismo que guiaba su arquitectura:

No man is an island,
Entire of itself,
Every man is a piece of the continent,
A part of the main.
If a clod be washed away by the sea,
Europe is the less.
As well as if a promontory were.
As well as if a manor of thy friend’s
Or of thine own were:
Any man’s death diminishes me,
Because I am involved in mankind,
And therefore never send to know for whom the bell tolls;
It tolls for thee.

Nota: La información sale del excelente libro «California Houses of Gordon Drake«

Traducción del poema:

Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

Arquitectura y movimiento

Colaboración con AXYZ y Prompt Collective aportando los textos que sirven de inspiración para una serie de seis videos sobre temas de arquitectura. El cuarto texto debía tratar sobre «Arquitectura y Movimiento»:

MOTION from AXYZ design on Vimeo.

Las casas tráiler, las casas bote, las yurtas de los mongoles, los tipis indios, las fantasías sesenteras de ciudades que caminan, la Estrella de la Muerte, el caballo de Troya, esos edificios extravagantes que rotan siguiendo el sol o abren y cierran sus cubiertas, o la casa transportada por globos de “Up”, son excepciones raras. La arquitectura no suele moverse. 

Puede existir ilusión de movimiento cuando un edificio imita determinados efectos escultóricos, cuando tiene una composición tan orgánica que parece crecer a ojos del espectador, o cuando la tecnología permite proyectar sobre él todo tipo de formas y colores. Pero la arquitectura continúa quieta.

Sólo la naturaleza (la lluvia al brotar desde una gárgola o correr desbocada por un canalón, las nubes que se reflejan en un muro de vidrio, la vegetación que se mece con una ráfaga de viento, el sol al proyectar sombras cambiantes, el agua que refleja con un suave balanceo el reflejo distorsionado de un edificio); o la actividad humana (al aglomerarse en los accesos a determinadas horas del día, al activar una puerta automática, al proyectar su silueta contra un estor, al calentarse con fuego que sale en forma de humo por una chimenea, al tender y recoger la ropa en un patio, al abrir y cerrar una ventana, al proteger su intimidad corriendo unas cortinas, al dejar encendido un televisor que hace palpitar la penumbra de la estancia, al salir a fumar a un balcón o al prender y apagar las luces de una fachada que parecía muda) pueden animar momentáneamente lo que es inerte produciendo una fugaz vibración sobre un fondo tozudamente estático.

A veces, la arquitectura logra perdurar adaptándose a nuevos usos mediante cambios muy importantes -demoliciones, añadidos-  pero este movimiento es tan lento que tampoco lo percibimos. Sólo el antes y el después.

Cuando no se adapta, todo lo que era móvil (puentes levadizos, muros llorones, aspas de molino, norias de agua, toldos retráctiles, persianas corredizas, lamas orientables, ventanas de proyección o guillotina, veletas, puertas giratorias, pendones y banderolas) va poco a poco degradándose, desprendiéndose de la estructura y desapareciendo. 

Hasta que sólo queda lo inmóvil.

La ruina.