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Las cuerdas de la marioneta

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Las formas más libres surgen de las más severas  restricciones y cuanto mayor sea el número de condicionantes, más singular será el resultado. Esta paradoja puede resumirse con una imagen poderosa:

«(Libertad de movimientos): Suelo decir que no sé lo que es la libertad, pero como en muchas otras cosas el argumento más sólido que tengo no es más que una alegoría: la de las cuerdas de la marioneta: cuántas más, más libertad.»

Rafael Sánchez Ferlosio (Campo de retamas, 2015)

Un árbol no es «un árbol»

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«No sentía que los escenarios de mi infancia interfiriesen con el presente sino lo contrario: Había regresado a mi infancia y era el presente el que interfería. (…) Aquello era lo que añoraba, cuando los árboles eran árboles y no «árboles», coches no «coches», Papá era Papá y no «Papá»»

Tuve que pasar un reguero de vomitonas y eyaculaciones precoces y llegar casi hasta el final del cuarto volumen de «Mi Lucha»- cuando Knausgard rememora la escritura de sus primeros cuentos- para entender que, al examinar tan minuciosamente la realidad, persigue exactamente lo mismo que aquel hombre que lloraba para limpiar su mirada y volver a ver campo donde ya sólo veía «paisaje»: recuperar la inocencia y la capacidad de asombro ante el mundo que le rodea.

Arquitectura del espectáculo

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Es fácil distinguir entre arquitectura del espectáculo y arquitectura moderna. En la arquitectura moderna, el visitante siempre parece interesante. En la arquitectura del espectáculo, el visitante nunca está a la altura de la obra, queda eclipsado por la obra, que despierta y concentra toda la atención.

Josep Quetglas. “Miscelánea de opiniones ajenas y prejuicios propios, acerca del Mundo, el Demonio y la Arquitectura”. El Croquis, nº 92. 1998

Podría estar de acuerdo si sustituimos «moderna» por “viva”, ya que celebradas obras de la arquitectura doméstica moderna – la casa Farnsworth, la casa Schroder- consiguen también que no sólo la presencia humana sino cualquier signo normal y corriente de lo doméstico estorbe.

No es una casualidad que las construcciones pioneras de esta tradición -como la torre Eiffel- naciesen en las grandes exposiciones de productos de consumo, aquel precedente decimonónico de nuestros actuales centros comerciales. La “arquitectura del espectáculo” es publicidad edificada para una sociedad de consumidores sometida al imperio de la imagen característico del sistema económico que nos gobierna.

Actualmente, aunque esa finalidad publicitaria se mantenga, el proceso se ha sofisticado -al resultar más determinante la “marca” del edificio que su propia forma- y ya no es necesario que la construcción anuncie otra cosa que a sí misma y a su autor. El glamouroso aroma que emana del arquitecto “de prestigio” (el propio calificativo revela a las claras su función) perfuma a los promotores de la obra, en una fiesta de seducción en el que las normas urbanísticas se pueden hacer a medida, los presupuestos multiplicarse y los usos inventarse a posteriori, porque no se está encargando un edificio que resuelva una necesidad, se está comprando un “…” (ponga el nombre del arquitecto-estrella que más deteste).

La del espectáculo es una arquitectura que nace y muere el día de su inauguración, cuando se toman las fotografías –evidentemente sin personas- . Es el momento a la vez inicial y culminante de su existencia, tal como corresponde a esta época de exaltación de la juventud sobre todas las cosas.

Además, en su forma más pura, la primera fotografía debe ser indistinguible de la infografía que propició su construcción y que es lo que realmente se compró; y su repetición cientos, miles, millones de veces en las pantallas de todo el mundo debe llevarla a su fin último: convertirse en un icono.

Entonces, se produce ese fenómeno tan característico de nuestra era que Sánchez Ferlosio -en honor a la famosa torre parisina – bautizó como “efecto turifel” que consiste en que “la insistente repetición de esa imagen va educando –o más bien pervirtiendo-de tal manera la mirada a la instantánea inmediatez del reconocimiento, que el ojo acaba por identificar antes de ver”.

Cuando triunfa, el trágico destino de la arquitectura del espectáculo consiste en un extraño tipo de desaparición por ubicuidad ya que, cuando nos acercamos a ella, “los cientos o miles de imágenes vistas antes del primer viaje (…) se interpondrán de manera tan obstructiva en la mirada que menoscabarán en cierto modo hasta la convicción empírica de tenerla por fin físicamente delante de los ojos”.

Y cuando fracasa -como esta inacabada “Ciudad de la Cultura” que veo degradarse día a día sin dejar de consumir ingentes recursos públicos- su única utilidad es recordarnos los peligros de dejar que, mientras la razón duerme, sea el dinero quien nos gobierne.

Nota:

El «efecto turifel» lo conocí en el fantástico libro de Rafael Sánchez Ferlosio “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos” (Destino, 1993).

Imagen y Ceguera

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Rodeados por tanta fealdad cuesta creerlo pero nuestra existencia está tiranizada por la estética más que en ningún otro momento de la historia. Lo que antes apenas preocupaba únicamente a ciertas élites nobiliarias se ha convertido -desde que nuestro mundo se mueve por el dinero, el dinero por el consumo, el consumo por la publicidad, y la publicidad por la imagen-  en una obsesión absolutamente universal.

Consumimos símbolos, compramos aquellos  productos con los que nos sentimos identificados, y la identificación se produce cuando la imagen que nos transmiten esos productos nos evoca un estilo de vida deseable. Elegimos estética antes que racionalmente.

Esto sucede desde que existe producción industrial y, por tanto, imágenes publicitarias. Sólo que de algún pequeño anuncio en prensa, un rótulo, cartel o valla hemos pasado a estar inundados por las miles de imágenes que recibimos cada día por la infinidad de pantallas que son ya una parte integral de nuestras vidas.

El poder de la arquitectura  para evocar estilos de vida seductores es aún mayor que en otros productos y por eso se usan construcciones contemporáneas tan frecuentemente como fondo en los anuncios.  Del mismo modo que determinados paisajes abiertos evocan poderosamente la idea de libertad, la arquitectura contemporánea es ideal para transmitir “modernidad” –casta o exuberante, dependiendo del producto – y así hemos podido ver aquel coche saliendo de una de esas casas de Fisac con encofrados flexibles o aquel otro a la sombra de la pérgola fotovoltaica del Fórum de Barcelona a la que borraron convenientemente una pata para volverla más sugerente.

La imagen gobierna nuestras vidas hasta el punto de sustituir al ser humano -con más frecuencia de la que imaginamos- como origen y final de la arquitectura, lugares que han sido ocupados respectivamente por la imagen infográfica (el render inicial), y por la imagen fotográfica (esa foto sin gente que lo reproduce para una posteridad cada vez más efímera).

Pero, paradójicamente, la inmediatez propia de la imagen y su difusión provoca justamente el efecto contrario en nuestra percepción. Inmediatamente significa, según el Diccionario de la Real Academia, “sin interposición de otra cosa”  y, en cambio, la hiperabundancia de imágenes previas media poderosamente entre lo observado y nosotros impidiéndonos ver limpia e inocentemente. Uno ve lo que ha ido a ver.

Hoy en día, además de las imágenes previas, hemos evolucionado hasta el punto de conseguir interponer un filtro adicional –esta vez corpóreo, no mental- entre nosotros y las cosas: el teléfono móvil y esa imagen en tiempo real que se mueve en su pantalla hasta que disparamos para, inmediatamente, compartirla virtualmente y apuntar a otro lado. Ya preferimos fotografiar -producir imágenes- que ver.

Nadar en imágenes nos ha provocado ese tipo particular de ceguera que permite “mirar y llegar a ver, pero no ver inmediatamente sin mirar”, que Sánchez Ferlosio detectó agudamente en nuestra transformación del campo en paisaje:

No, ya sé que nadie llama a esto ceguera, porque acierto sin vacilar a coger el vaso de encima de la mesa, porque ni voy tropezando con los muebles ni me doy contra las paredes; pero adondequiera que vuelva la mirada no veo más que esa horrible ficción escenográfica que los videntes alabáis todavía como “paisajes”. Me emborracho, salgo afuera y pido que me ensillen el caballo; salto sobre el arzón, pico espuelas y corro y corro y corro por esos pastizales, por esos encinares, sin reparar en riscos, como loco, a riesgo de matarme. Y así, desde después de comer hasta la noche; y lloro y llamo, y al ritmo del galope del caballo voy repitiendo con ansias de jadeo: “¡el campo, el campo, el campo, el campo…!” Cierro los ojos, vuelvo a abrirlos con la esperanza de que al fin las lágrimas me hayan lavado la mirada, y sólo veo paisaje…”

Rafael Sánchez Ferlosio- “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos” (Destino, 1993)