
Rodeados por tanta fealdad cuesta creerlo pero nuestra existencia está tiranizada por la estética más que en ningún otro momento de la historia. Lo que antes apenas preocupaba únicamente a ciertas élites nobiliarias se ha convertido -desde que nuestro mundo se mueve por el dinero, el dinero por el consumo, el consumo por la publicidad, y la publicidad por la imagen- en una obsesión absolutamente universal.
Consumimos símbolos, compramos aquellos productos con los que nos sentimos identificados, y la identificación se produce cuando la imagen que nos transmiten esos productos nos evoca un estilo de vida deseable. Elegimos estética antes que racionalmente.
Esto sucede desde que existe producción industrial y, por tanto, imágenes publicitarias. Sólo que de algún pequeño anuncio en prensa, un rótulo, cartel o valla hemos pasado a estar inundados por las miles de imágenes que recibimos cada día por la infinidad de pantallas que son ya una parte integral de nuestras vidas.
El poder de la arquitectura para evocar estilos de vida seductores es aún mayor que en otros productos y por eso se usan construcciones contemporáneas tan frecuentemente como fondo en los anuncios. Del mismo modo que determinados paisajes abiertos evocan poderosamente la idea de libertad, la arquitectura contemporánea es ideal para transmitir “modernidad” –casta o exuberante, dependiendo del producto – y así hemos podido ver aquel coche saliendo de una de esas casas de Fisac con encofrados flexibles o aquel otro a la sombra de la pérgola fotovoltaica del Fórum de Barcelona a la que borraron convenientemente una pata para volverla más sugerente.
La imagen gobierna nuestras vidas hasta el punto de sustituir al ser humano -con más frecuencia de la que imaginamos- como origen y final de la arquitectura, lugares que han sido ocupados respectivamente por la imagen infográfica (el render inicial), y por la imagen fotográfica (esa foto sin gente que lo reproduce para una posteridad cada vez más efímera).
Pero, paradójicamente, la inmediatez propia de la imagen y su difusión provoca justamente el efecto contrario en nuestra percepción. Inmediatamente significa, según el Diccionario de la Real Academia, “sin interposición de otra cosa” y, en cambio, la hiperabundancia de imágenes previas media poderosamente entre lo observado y nosotros impidiéndonos ver limpia e inocentemente. Uno ve lo que ha ido a ver.
Hoy en día, además de las imágenes previas, hemos evolucionado hasta el punto de conseguir interponer un filtro adicional –esta vez corpóreo, no mental- entre nosotros y las cosas: el teléfono móvil y esa imagen en tiempo real que se mueve en su pantalla hasta que disparamos para, inmediatamente, compartirla virtualmente y apuntar a otro lado. Ya preferimos fotografiar -producir imágenes- que ver.
Nadar en imágenes nos ha provocado ese tipo particular de ceguera que permite “mirar y llegar a ver, pero no ver inmediatamente sin mirar”, que Sánchez Ferlosio detectó agudamente en nuestra transformación del campo en paisaje:
“No, ya sé que nadie llama a esto ceguera, porque acierto sin vacilar a coger el vaso de encima de la mesa, porque ni voy tropezando con los muebles ni me doy contra las paredes; pero adondequiera que vuelva la mirada no veo más que esa horrible ficción escenográfica que los videntes alabáis todavía como “paisajes”. Me emborracho, salgo afuera y pido que me ensillen el caballo; salto sobre el arzón, pico espuelas y corro y corro y corro por esos pastizales, por esos encinares, sin reparar en riscos, como loco, a riesgo de matarme. Y así, desde después de comer hasta la noche; y lloro y llamo, y al ritmo del galope del caballo voy repitiendo con ansias de jadeo: “¡el campo, el campo, el campo, el campo…!” Cierro los ojos, vuelvo a abrirlos con la esperanza de que al fin las lágrimas me hayan lavado la mirada, y sólo veo paisaje…”
Rafael Sánchez Ferlosio- “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos” (Destino, 1993)