
No tengo paciencia con esos libros (o películas) en los que «no pasa nada». La introspección suele resbalarme. Odio los libros gordos. Y, sin embargo, estoy devorando el segundo de los seis tomos de «Mi Lucha» de Karl Ove Knausgard como si fuese «Limonov» o «Carreteras secundarias«, los dos últimos libros que recuerdo haber leído de una sentada.
Es difícil explicar por qué el relato autobiográfico y ultra-minucioso de una vida relativamente normal resulta tan interesante. Tal vez sea el morbo de entrar tan a fondo en la vida y los sentimientos de alguien que relata sin cortapisas todo lo que le ocurre, regodeándose especialmente en aquello que le avergüenza. O por esos deslumbrantes micro-ensayos que aparecen aquí y allá propiciados con frecuencia por un asunto u objeto de lo más banal. O, sencillamente, por lo condenadamente bien escrito que está.
Su generación es la nuestra: escucha rock independiente, se enamora, compra en el IKEA, escapa de su primer matrimonio, se emborracha, se corta la cara por un amor no correspondido, se arrepiente, huye de la gente, ejerce de padre moderno, sufre la dictadura de lo políticamente correcto, lucha por su sueño de escribir una gran novela, se vuelve a emborrachar, mete una colilla mal apagada en un buzón, prepara unas langostas para sus amigos, sufre por su escasa masculinidad, critica a sus colegas, mira las nubes, se siente asfixiado por el conformismo buenista de la sociedad sueca.
Y nos cuenta su lucha con todo lujo de detalles en el egoísta, cándido -e irresistible- soliloquio de un adolescente perpetuo que, aún manteniendo su rechazo al mundo de miserias y obligaciones de los adultos, es capaz de observarlo con ojos limpios y mostrarnos la increíble complejidad y riqueza de lo real y lo cotidiano.