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El proceso como fetiche

Algunos arquitectos piensan que su objetivo es construir el mejor edificio posible y que los dibujos y maquetas que elaboran para depurar soluciones espaciales o constructivas son únicamente una herramienta.

Otros consideran que estos modelos gráficos o espaciales son un producto en sí mismo -de igual o mayor importancia que el edificio final- y que la documentación de sus procesos creativos es una parte fundamental de su trabajo.

La exposición de Thom Mayne/Morphosis en el Museo Franz Mayer es un ejemplo perfecto de esta segunda actitud. La manera de presentar las secuencias de maquetas de trabajo, ordenadas y numeradas en cajas con tapas de vidrio evocan las cajas de artistas como Joseph Cornell, los modelos urbanos parecen representar futuros distópicos, los planos se superponen con fotomontajes pop y se numeran como creaciones artísticas seriadas para su venta. Algunos dibujos son realmente hermosos y recuerdan el trabajo de visionarios como Lebbeus Woods.

Pero no hay ni una sola imagen de edificios terminados que explique cómo las ensoñaciones gráficas devienen pesadillas construidas.

Puerta para maletero

Acceso a vivienda en San Miguel Chapultepec

La mayoría de la gente elegiría su coche en función del espacio de aparcamiento del que dispone. Sólo alguien muy imaginativo pensaría en resolver un problema grande (“el coche que quiero o tengo no cabe en mi patio”) con una solución local (“voy a abombar la parte inferior de las puertas de acceso para que quepa el maletero”). Mis respetos.

Ratas, posmos y otras pestes

Este pequeñísimo libro de apenas 100 páginas (en realidad 50, si consideramos que es una edición bilingüe) recopila cuatro abrasivos artículos del gran arquitecto holandés Aldo Van Eyck en los que destroza a sus contemporáneos, los popes del posmodernismo que dominaron la escena arquitectónica a finales de los 70.

Sin pelos en la lengua, ataca a los que llama RPP -Ratas, Posmos y otras Pestes- sean teóricos (“si Tafuri está presente, me gustaría decirle que lo detesto, y todavía más lo que escribe; que es profundamente cínico, cínico hasta la náusea”) o estrellas de la profesión (Rossi, Graves, Venturi, Krier, Isozaki…) acusándolos de “jugar sucio”, despreciar el humanismo y traicionar la promesa de una modernidad que -como Habermas- ve como un proyecto inacabado.

Su furia y su beligerancia son especialmente chocantes en esta época en la que apenas hay crítica real y casi todo es publicidad, voluntad de trepar en el escalafón, ensimismamiento o academicismo.

¿Dónde están los Van Eyck de hoy? ¿Hay algún arquitecto de primera línea que – en defensa del humanismo- se atreva a polemizar abiertamente con las Bienales, la pseudo-teoría que justifica lo injustificable o los arquitectos estrella volcados en el “expresionismo neoliberal”?

Muchos de los temas esbozados en estas brevísimas páginas resuenan con ideas que han salido repetidamente en este blog. Su crítica de la tetera maciza (¿de Rossi?) va en la línea de la crítica de Alexander a Eisenman, su reivindicación de la tradición como algo vivo -y no un repositorio de elementos que “citar”- resuena con algunas ideas de Rudofksy, y hasta termina uno de los textos citando al inmortal músico de jazz Jelly Roll Morton: “Abrid la ventana, que corra el aire”.

Aunque siempre me ha intrigado su figura y su obra (visité su mítico Orfanato de Amsterdam hace casi 30 años y atesoro el libro “Works” que recopila su obra) no era consciente de su arrolladora fuerza como polemista y conferenciante.

Desde hoy hacerme con un ejemplar de su lamentablemente agotadísima recopilación de escritos se ha convertido en uno de mis objetivos vitales.

Un alféizar urbano

Urbanismo defensivo, arquitectura hostil, diseño excluyente son para los seres humanos lo que esos afilados pinchos que vemos en algunas cornisas son para las palomas. Ambos buscan expulsarte para que no “ensucies” y -sobre todo- no reduzcas el valor de mercado de los inmuebles.

Estos perversos elementos de diseño definen la relación entre el edificio y la calle, entre lo privado y lo público. Lo que podría ser (y ha sido en tantas ciudades durante milenios) una frontera permeable, activa, y viviente, con espacios de transición ricos, capaces de soportar usos diferentes se reduce a su mínima función: separar lo público de lo privado.

La calle es ya sólo para aquellos que pueden pagarla, bien como propietarios de un inmueble, bien como usuarios de la terraza de un local.

Por eso reconforta encontrar edificios banales pero que -en su modestia- contribuyen considerablemente a activar el espacio público, como esta escuela de la Ribera de San Cosme que permite a la gente esperar la llegada de su transporte cómodamente apoyados en el larguísimo alféizar de sus ventanas de planta baja.

¿Qué disco te llevarías a una isla desierta?

Optaría por el silencio, el murmullo del mar, o los sonidos del bosque, antes que volver a escuchar por enésima vez cualquier grabación. No hay ningún disco que puedas escuchar a diario sin llegar a aborrecerlo.

Pero en el hipotético caso de tener que elegir uno, creo que el criterio de elección no debe ser “el más perfecto”, “el más bonito”, “el más alegre”, «el que más me marcó» o “el que mejores recuerdos me trae”. Debe ser el que sinceramente crees que puede aguantar más audiciones sin desvelar todos sus secretos.

Debes conocerlo desde hace tiempo y seguir recurriendo a él con relativa frecuencia. Debes poder ponerlo bajito y que te acompañe como música de fondo o subirlo a tope para dar saltos descontrolados. Debes poder bailar a su(s) son(es). Debe poder acompañarte en algún viaje inducido. Debe evocarte los mejores valores -camaradería, compasión, solidaridad- de esa especie a la que no volverás a ver.  Debe tener también sus momentos tontos o ridículos -como la vida misma-. Debe ser largo, variado y misterioso.

Por eso elegiría un disco que odié de adolescente obsesionado por el rock y el punk, redescubrí hace unos diez años y escucho al menos un par de veces al mes sin conseguir descifrarlo del todo. Un disco que Cobain odiaba, que toda la crítica británica destrozó y que, todavía hoy, Allmusic pone a caldo; pero que siempre ha tenido su culto. Un disco por el que acusaron a sus autores de “venderse” pese a ser lo más radical que han hecho. Un disco en el que hay sampleados de videojuegos, intentos de hacer hip-hop blanco, algo de calypso, de gospel, mucho dub y reggae, recitados nocturnos acompañados de saxo, algún himno rockero, versiones desfiguradas de r&b de Nueva Orleans o de jazz, balidos de ovejas, coros infantiles… Un disco triple del que todos dicen que debería haber sido doble o sencillo, pero en el que jamás se ponen de acuerdo en qué canciones eliminar. Un disco del que sus propios autores dijeron que era ideal para gente desplazada a plataformas petrolíferas o estaciones en el Ártico.

Me llevaría el “Sandinista” de The Clash.

Luz cenital

Colaboración con AXYZ y Prompt Collective aportando los textos que sirven de inspiración para una serie de videos sobre temas de arquitectura. El segundo de los textos debía tratar sobre «la luz cenital«.

Si ocupamos una tenebrosa cueva, podemos estar protegidos de la intemperie al calor de un fuego que nos permita cocinar y contarnos historias al terminar el día pero -sin luz natural- viviremos en una madriguera. Sin luz natural no hay arquitectura.

Si aparejamos las piedras de modo que entre ellas pueda pasar la luz, podremos usar el espacio interior durante buena parte de la jornada sin necesidad de recurrir al fuego y podremos atisbar qué sucede en el mundo exterior. 

Una entrada de luz, incluso cuando no permite ver fuera -bien por estar hecha con materiales translúcidos (como una vidriera gótica o un ventanuco cerrado con alabastro en una iglesia románica) o bien porque su propia configuración oculta el exterior (como en algunas celosías o cuando vemos una serie de troneras en escorzo)- siempre nos permitirá intuir qué tiempo hace, disfrutar de la claridad del mediodía o asustarnos por el resplandor de una tormenta que se acerca.  

El interior cambia con el paso de las horas y las estaciones; podemos empezar a disfrutar de gradientes de penumbra que pautan nuestras actividades u orientar un hueco hacia un punto significativo (una hermosa vista, una buena orientación, el lugar por dónde sale el sol en el equinoccio). La envolvente que nos separaba del exterior empieza a vibrar con la fuerza del sol y los elementos. La luz activa el espacio interior. Nace la arquitectura.

Si en vez de captar la luz horizontal o diagonal mediante perforaciones o intersticios en un muro dejamos que la luz vertical atraviese la cubierta, cambia algo más profundo que la dirección de la luz.

 Cuando la entrada de luz cenital nos permite ver el cielo, lo que vemos es un recorte aislado de lo que sucede a ras de suelo: un cuadrado azul, o blanco, o plomizo, o un fragmento de nube. A diferencia de una ventana que nos relaciona con el entorno a ras de tierra -con el mundo terrenal-, un hueco en la cubierta nos hace sentir nuestra verticalidad, ese eje gravitatorio que nos atraviesa desde el centro de la tierra y nos vincula con el firmamento, con lo inconmensurable. 

Cuando, en vez de dejar que entre por un hueco visible (un patio, un óculo, un lucernario plano), la canalizamos mediante lucernarios, linternas y cúpulas, la luz puede producir efectos casi mágicos. Podemos tener luz sin ver de dónde viene. Podemos hacer que se derrame por el espacio y parezca casi líquida, o que lo corte limpiamente con un haz cegador, o que forme una constelación de diminutas estrellas, o que lo tiña de ámbar o de sangre, o que vuelva ingrávido lo pesado.

 Podemos incluso construir una cueva de luz.

La dimensión oculta

En el clásico “La dimensión oculta”, el antropólogo Edward T. Hall analiza la componente cultural del uso que el ser humano hace del espacio y constata que la proximidad tolerable antes de sentir una fuerte incomodidad es totalmente diferente entre unos países y otros, o cómo la forma de ocupar el espacio (privilegiando el centro en Japón y las paredes en Occidente, por ejemplo) tampoco obedece a reglas universales.

De la poderosa idea de que una burbuja invisible nos rodea y condiciona nuestra forma de movernos no hay mejor síntesis que la cita de un poeta que abre uno de los capítulos:

A unas treinta pulgadas de mi nariz está la frontera de mi persona, y todo el aire que hay entremedio es mi privado pagus solariego. Extraño, a menos que con ojos íntimos te haga yo señales fraternales, cuidado, no lo pases rudamente: que no tengo cañón pero sí escupo

W.H. Auden, prólogo a “The birth of architecture”

Lecciones de una casa diminuta

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El proyecto arquitectónico que más me ha impactado en los últimos meses tiene sólo 19m2. Es la diminuta vivienda que Takeshi Hosaka y su esposa Megumi -hartos de perder media vida desplazándose de casa al trabajo- se construyeron en Tokyo en una anodina parcela orientada al norte y encajonada entre dos vecinos y un gran talud escalonado.

Tras habitar durante años la notable “Love1 House” de tan sólo 33 m2- e influidos por la diminuta cabaña del ermitaño medieval Kamo No Chomei (9.18 m2), la Casa Jacinto del poeta arquitecto Michizo Tachihara (15.15 m2) y el Petit Cabanon de Le Corbusier (16.85 m2)- la pareja se aventuró a reducir su espacio vital a la mitad dejándonos una casa que cuestiona varias ideas preconcebidas sobre lo que es una buena vivienda.

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Lo trascendente no depende del tamaño. Esta pequeña casa aspira a conectar a sus habitantes con el misterio del mundo. En ella pueden disfrutar de vistas del cielo ininterrumpidas por otras edificaciones, apreciar el paso de las estaciones al ver cómo la trayectoria del sol altera las sombras que el lucernario proyecta sobre las desnudas paredes de hormigón, o sentir la fuerza de una tormenta contra su cubierta como si estuviesen en una cabaña perdida en el bosque.

Esta casa con un techo plano y bajo a duras penas sería habitable. Es la generosidad espacial (altura y volumen) la que hace tolerables unos espacios tan reducidos.

Con tan poco espacio sólo puede mantenerse lo esencial. Prescinden de la “Sala de Estar”. No hay sofás ni butacas. El espacio de convivencia vuelve a ser la mesa de la cocina. Pero no prescinden de un diminuto vestíbulo que sirva como filtro entre el exterior y la intimidad del hogar (mientras que en buena parte de los apartamentos contemporáneos se accede directamente a la sala de estar). Ni de tener una bañera exterior (además de una ducha) en la que disfrutar de un placer que consideran irrenunciable. Ni de sus 300 discos (cuando una suscripción a Spotify podría ahorrarles un precioso espacio de almacenamiento).

La casa es una caja y no un estuche (o “no sobre-diseñarás”). En muchas casas “de arquitecto” y en casi todos los ejemplos de micro-viviendas que pululan por las revistas del ramo, la destreza del diseñador se demuestra en su habilidad para plantear elementos de doble función (muebles escamoteables, muebles convertibles, particiones móviles…) y aprovechar cualquier rincón (camas sobre un baño, colgadas…), buscando al mismo tiempo un total control formal del espacio y acabados que deben aparecer lo más puros y abstractos posibles, sin rastros de las manchas de la vida.

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Hosaka podría perfectamente haber construido un altillo para el dormitorio y explotar funcionalmente el espacio de una forma “más eficiente”. Pero es precisamente su capacidad de retener lo esencial y prescindir de lo accesorio lo que le permite tener una casa relajada, sin excesos de diseño. No se molesta en ocultar la cocina o esa vulgar lavadora que queda en el corazón de la casa. No hay sofisticación alguna en el diseño de un mobiliario que se reduce a pequeños nichos en la estructura de hormigón.

Con una sección abovedada que evoca una capilla moderna (o una cueva) y un lucernario que la vincula con el cielo y los elementos,  la magia de esta pequeña casa está precisamente en el contraste entre un espacio de geometría casi sagrada y una ocupación desinhibidamente doméstica del mismo. Es una casa a la vez humilde y trascendente.

A Good ‘Un

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A los 19 años, el rock and roll monopolizaba mi atención y dedicaba una cantidad inconfesable de tiempo (y dinero) a perseguir oscuros discos y libros con los que aplacar mi obsesión. Uno de los libros que más me marcaron fue “Psychotic Reactions and Carburator Dung” -la clásica colección de escritos de Lester Bangs- que, además de reafirmarme en el culto de Iggy, Lou y Beefheart, ofrecía pistas que ampliaron para siempre mis limitados horizontes sonoros. Su escrito sobre “The Black Saint and the Sinner Lady” de Mingus- me introdujo en el apasionante mundo del jazz (al que ahora dedico más tiempo que a mi pasión original) y  su reseña de las grabaciones del recientemente fallecido Otis Rush para Cobra resucitó para siempre mi interés por el blues.

En vinilo, como parte de la caja “The Cobra Records Story” o en el ipod, siempre he mantenido esta colección de canciones cerca de mis orejas (y de mi corazón).

Descanse en paz.