A los 16 años pasé una temporda en un minúsculo pueblecito del norte de Wisconsin estudiando el último curso de bachillerato. Era el único extranjero en centenares de millas a la redonda, un adolescente acneico aislado con una familia de acogida disfuncional entre hermosísimos lagos helados e interminables bosques de arces. La música me salvó.
El pelo todavía húmedo se congelaba mientras esperaba el autobús escolar, en el que la larga ronda por carreteras solitarias de nombres tan poéticos como Blue Moon Drive, era amenizada desde el asiento de atrás por los chicos malos del instituto con un radio-cassette desde el que atronaban los clásicos punk de siempre –Clash, Pistols, Kennedys y compañía- junto a decenas de bandas entonces desconocidas para mí pero que me abrieron un nuevo universo musical. Recuerdo que sonaban con frecuencia el “Chronic Town” de REM, el “Stink” de los Replacements, los debuts de Jane`s Addiction y Beastie Boys … y el “Warehouse. Songs and Stories” de Hüsker Dü.
Además de integrarme en las cerradísimas pandillas (de inadaptados) de un instituto de solo 250 alumnos, esa música nueva me mostró que no todo lo bueno había pasado décadas atrás (el rock and roll, la Velvet, el punk). Había música vital que me hablaba de tú a tú, hecha en ese preciso momento por gente de mi edad o poco mayor.
En los años siguientes asistí al triunfo primero subterráneo y luego global de esa música independiente. Compré cantidades inconfesables de discos, leí religiosamente el Ruta 66, vi a Pavement en su primera gira en el KGB, a Sonic Youth y Beck en Le Zenith, y a Nirvana en Montjuic. Seguí rastros musicales que me llevaron a tiempos y lugares lejanos.
Uno de esos rastros empezó en aquel autobús amarillo con aquella cinta de Hüsker Dü.
Gracias, Grant Hart.
Nota:
Aquí y aquí pueden leer dos buenos obituarios: