En arquitectura, hay cruces que son espacio –como la planta de algunas iglesias- y que, por tanto, pueden ser percibidas; y otro tipo de cruces que sólo se ven en los planos (y pantallas) de los arquitectos: las cruces generadas por la intersección de dos muros.
Estas cruces, tal como me enseñó mi maestro Elías Torres en un comentario de pasada, permiten detectar un tipo particular de mediocridad en arquitectura, la de aquellos que no sólo piensan que el cometido principal de su trabajo es ordenar, sino que imponen un orden elemental, artificioso e imposible de percibir.
Un muro separa dos espacios, y cuando las necesidades a cada uno de sus lados son diferentes, forzar que las divisiones a un lado del mismo coincidan con las que hay al otro implica que en uno de los dos no se ha colocado la división en el lugar más conveniente para favorecer las actividades que previsiblemente se desarrollarán en él sino buscando establecer una regularidad que nadie puede ver.
En el mejor de los casos se explica por la inocencia de quien sólo es capaz de plantearse el orden (gráfico) más primario; en el peor, por una resabiada voluntad de trascendencia.
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