Autor: iago lópez

El proceso como fetiche

Algunos arquitectos piensan que su objetivo es construir el mejor edificio posible y que los dibujos y maquetas que elaboran para depurar soluciones espaciales o constructivas son únicamente una herramienta.

Otros consideran que estos modelos gráficos o espaciales son un producto en sí mismo -de igual o mayor importancia que el edificio final- y que la documentación de sus procesos creativos es una parte fundamental de su trabajo.

La exposición de Thom Mayne/Morphosis en el Museo Franz Mayer es un ejemplo perfecto de esta segunda actitud. La manera de presentar las secuencias de maquetas de trabajo, ordenadas y numeradas en cajas con tapas de vidrio evocan las cajas de artistas como Joseph Cornell, los modelos urbanos parecen representar futuros distópicos, los planos se superponen con fotomontajes pop y se numeran como creaciones artísticas seriadas para su venta. Algunos dibujos son realmente hermosos y recuerdan el trabajo de visionarios como Lebbeus Woods.

Pero no hay ni una sola imagen de edificios terminados que explique cómo las ensoñaciones gráficas devienen pesadillas construidas.

Viene-viene

En mi barrio hay árboles que producen tacos, árboles que producen bolsas llenas de excrementos de perro y árboles cortados en cuyos troncos puedes leer “aquí yace un hermano”.

Recientemente he detectado una nueva especie en la calle Miguel Schultz que empieza a producir bidones de plástico. Noche tras noche crece la cantidad de extraños frutos de colores que parecen caer siempre ordenadamente en el lado del tronco que da a la calzada.

Al ver esta mañana desde la acera de enfrente cómo uno de sus frutos marcaba el derecho exclusivo de uso de un lugar público de estacionamiento, me he dado cuenta de que, en su infinita generosidad, la madre naturaleza había mutado para hacer más fácil la vida de los viene-vienes, franeleros y gorrillas.

El paisaje urbano

Si a veces te preguntas si la planificación urbana basada sólo en estándares y parámetros cuantitativos (y en el imperio del dinero) nos ha llevado a proyectar nuestras ciudades con calculadoras y hojas de cálculo, a privilegiar el coche sobre el peatón y a construir diagramas tridimensionales que en vez de enriquecerse con el contacto con la realidad, ignoran las sutilezas topográficas, de escala y de elaboradas secuencias visuales que dan a tantas ciudades históricas esa capacidad de sorprendernos e intrigarnos desvelando paulatinamente sus encantos; este viejo libro esconde algunas valiosas lecciones para recuperar el arte perdido de la creación de espacios  -o, mejor, lugares- urbanos.

Se editó originalmente a principios de los 60 y se reeditó y tradujo al español (“El paisaje urbano”. Ed. Blume, 1974) pero estas versiones posteriores omiten la parte final en la que Cullen analiza varios casos prácticos y que, en mi opinión, es una parte fundamental del libro. No esperen un sesudo tratado porque Cullen es ante todo un dibujante superdotado que se explica fundamentalmente a través de bocetos y fotografías acompañados de breves notas.

A lo largo de los años, la gente ha visto este ensayo gráfico como parte de la tradición humanista de Jacobs y Alexander, como justificación del primer posmodernismo, como inspiración de los bocetos urbanos de Foster y otros; o como las patadas de ahogado de un ludita.

Como todos los clásicos, admite múltiples lecturas y creo que sería una gran iniciativa reeditarlo -completo, sin amputar la parte final- para que nuevos lectores puedan encontrar en él añeja inspiración para insuflar nueva vida a nuestras ciudades.

El ojo del arquitecto

En la hermosa exposición del arquitecto-con-cámara Alfonso López Baz encontramos impecables fotografías -en riguroso blanco y negro- de edificios de Siza, Niemeyer, Gehry, Toyo Ito o Luis Barragán.

Pero curiosamente, la imagen que más me intrigó fue la de una casa al borde del lago de Valle de Bravo con un aire misterioso e intemporal.

Podría ser alguna obra poco conocida de algún discípulo aventajado de Wright, o tal vez de algún exiliado centroeuropeo de la posguerra, aunque la serenidad que transmite hace pensar en un creador maduro, que ya ha superado la ansiedad por destacar y ya no busca más que la naturalidad. Alguien que aprecia la intimidad y la penumbra y que sabe combinar con sabiduría el hormigón con la mampostería y la piedra.

Cuando intento en vano rastrear más información sobre esta evocadora casa – y descubro con sorpresa que uno de los autores es el propio López Baz- pienso que tal vez sea mejor así. Que la imagen es aún más poderosa si sólo podemos imaginar lo que esconde.

Puerta para maletero

Acceso a vivienda en San Miguel Chapultepec

La mayoría de la gente elegiría su coche en función del espacio de aparcamiento del que dispone. Sólo alguien muy imaginativo pensaría en resolver un problema grande (“el coche que quiero o tengo no cabe en mi patio”) con una solución local (“voy a abombar la parte inferior de las puertas de acceso para que quepa el maletero”). Mis respetos.

Ratas, posmos y otras pestes

Este pequeñísimo libro de apenas 100 páginas (en realidad 50, si consideramos que es una edición bilingüe) recopila cuatro abrasivos artículos del gran arquitecto holandés Aldo Van Eyck en los que destroza a sus contemporáneos, los popes del posmodernismo que dominaron la escena arquitectónica a finales de los 70.

Sin pelos en la lengua, ataca a los que llama RPP -Ratas, Posmos y otras Pestes- sean teóricos (“si Tafuri está presente, me gustaría decirle que lo detesto, y todavía más lo que escribe; que es profundamente cínico, cínico hasta la náusea”) o estrellas de la profesión (Rossi, Graves, Venturi, Krier, Isozaki…) acusándolos de “jugar sucio”, despreciar el humanismo y traicionar la promesa de una modernidad que -como Habermas- ve como un proyecto inacabado.

Su furia y su beligerancia son especialmente chocantes en esta época en la que apenas hay crítica real y casi todo es publicidad, voluntad de trepar en el escalafón, ensimismamiento o academicismo.

¿Dónde están los Van Eyck de hoy? ¿Hay algún arquitecto de primera línea que – en defensa del humanismo- se atreva a polemizar abiertamente con las Bienales, la pseudo-teoría que justifica lo injustificable o los arquitectos estrella volcados en el “expresionismo neoliberal”?

Muchos de los temas esbozados en estas brevísimas páginas resuenan con ideas que han salido repetidamente en este blog. Su crítica de la tetera maciza (¿de Rossi?) va en la línea de la crítica de Alexander a Eisenman, su reivindicación de la tradición como algo vivo -y no un repositorio de elementos que “citar”- resuena con algunas ideas de Rudofksy, y hasta termina uno de los textos citando al inmortal músico de jazz Jelly Roll Morton: “Abrid la ventana, que corra el aire”.

Aunque siempre me ha intrigado su figura y su obra (visité su mítico Orfanato de Amsterdam hace casi 30 años y atesoro el libro “Works” que recopila su obra) no era consciente de su arrolladora fuerza como polemista y conferenciante.

Desde hoy hacerme con un ejemplar de su lamentablemente agotadísima recopilación de escritos se ha convertido en uno de mis objetivos vitales.

Un alféizar urbano

Urbanismo defensivo, arquitectura hostil, diseño excluyente son para los seres humanos lo que esos afilados pinchos que vemos en algunas cornisas son para las palomas. Ambos buscan expulsarte para que no “ensucies” y -sobre todo- no reduzcas el valor de mercado de los inmuebles.

Estos perversos elementos de diseño definen la relación entre el edificio y la calle, entre lo privado y lo público. Lo que podría ser (y ha sido en tantas ciudades durante milenios) una frontera permeable, activa, y viviente, con espacios de transición ricos, capaces de soportar usos diferentes se reduce a su mínima función: separar lo público de lo privado.

La calle es ya sólo para aquellos que pueden pagarla, bien como propietarios de un inmueble, bien como usuarios de la terraza de un local.

Por eso reconforta encontrar edificios banales pero que -en su modestia- contribuyen considerablemente a activar el espacio público, como esta escuela de la Ribera de San Cosme que permite a la gente esperar la llegada de su transporte cómodamente apoyados en el larguísimo alféizar de sus ventanas de planta baja.

Frente a mi ventana, mi coche

Por la ventana de mi oficina vi ayer un coche volador.

¿Qué extraña lógica puede explicar esa estructura tan ineficiente?

¿Por qué el derecho de alguien a aparcar puede prevalecer sobre el derecho a la luz y la vista?

¿O es que -como sospecho- cada vecino consideró una buena idea poder aparcar su coche delante de su ventana y se pusieron todos de acuerdo para gastar una considerable suma de dinero en construir ese monstruoso elevador?

Definitivamente, nunca dejará de sorprenderme este país.

De un casquete esférico

Cuanto más perfecta es una forma, más cerrada e intratable resulta. Cualquier adición puede desfigurarla si no observa sus leyes geométricas o deja una separación prudente.

Este elevador panorámico atraviesa la cúpula en un lugar indeterminado, pero inquietantemente próximo al centro. Ni lo acentúa ni se subordina a él; lo ignora.

Y, al hacerlo, destruye el carácter de un lugar con vocación de vacío elocuente que, si bien ya nunca albergará los plenos legislativos que soñó el arquitecto original, todavía podría acoger actos cívicos relevantes si esta desafortunada cópula no le hubiese robado buena parte de su potencia espacial.