Los hoteles se apiñaban en una única calle paralela al puerto y los fuimos recorriendo con creciente desánimo: o estaban llenos o tenían tarifas disparatadas aprovechando la fuerte demanda de ese fin de semana.
Tras caminar un par de cuadras hacia los neones que anunciaban las tarifas por horas – donde empezaba la zona que el mariachi nos había recomendado evitar so peligro “de que nos vacunasen”- regresamos a la pseudo-misión sesentera que tan temerariamente habíamos rechazado unas horas antes.