El sendero habitado

Este libro presenta 8 de las incontables casas que el arquitecto genovés Alberto Ponis ha construido en Cerdeña en los últimos 40 años .

Mientras trabajaba a principios de los años 60 en dos de los estudios londinenses más reputados (Erno Goldfinger y Denys Lasdun), Ponis recibió un pequeño encargo para proyectar una casa de vacaciones en Cerdeña y aunque pensó que sería una experiencia puntual que podría compatibilizar con su trabajo habitual, la isla lo cautivó y no tardó en darse cuenta de que jamás la abandonaría.

Llegó cuando todavía era un lugar pobre, aislado, y azotado por el viento y el sol, con esa belleza humilde fruto de la adaptación milenaria del ser humano a un entorno árido y escaso en recursos que -con variantes- podíamos encontrar en tantos lugares antes de que la explosión del turismo de masas lo cubriese todo con una sucia costra de cemento y fealdad.

Alquiló una pequeña casa en el centro de Palau y se puso a trabajar fundamentalmente en pequeñas casas de vacaciones como las ocho que recoge esta bellísima antología.

Al ser lugares de retiro temporal, sus clientes buscaban desconectar del mundo y elegían emplazamientos en lugares recónditos, de muy difícil acceso.  A todas ellas se llega exclusivamente a pie, por pequeños senderos encajados milagrosamente entre grandes rocas de granito -con frecuencia tallados en la misma roca- y las casas son de hecho un acontecimiento -un ensanchamiento, una sombra-  en el propio sendero (de ahí el título del libro “The inhabited pathway”). Son un prodigio de adaptación topográfica.

Pese a compartir un repertorio formal y material muy básico, todas ellas son muy diferentes. Las hay introvertidas -con patios hacia la ladera que se protegen del viento y obvian las vistas-, reinterpretaciones de la cabaña primitiva con planta centralizada alrededor de una chimenea, casas en pendiente con infinidad de niveles o casas al borde del precipicio.

Austeras e inaccesibles, encaramadas al abismo, enfrentadas a los elementos y el horizonte, encarnan a la perfección una particular variante de ese ideal de retiro mediterráneo que encontramos en clásicos como la casa sarda de Marco Zanuso o la Casa Ugalde de Coderch.

El otro arquitecto del siglo XX

“Lo siento por ti” fue la respuesta de Enrique Norten cuando la periodista Denise Dresser le comentó que era la orgullosa habitante de una casa de Manuel Parra. Este comentario ilustra a la perfección una actitud persistente de desprecio por la obra de un arquitecto que ignoró todas las modas que pasaron ante él (desde el Movimiento Moderno hasta el Deconstructivismo) y que se dedicó exclusivamente a construir casas a su gusto y el de sus clientes.

Que si románticas, que si neocoloniales, que si de inspiración vernácula, la realidad es que sus casas son imposibles de datar y muy difíciles de catalogar. A simple vista pueden parecer muy antiguas ya que tanto los materiales de los que están hechas -barandales, vigas o columnas recuperados de las grandes casonas que se destruyeron masivamente a mediados del siglo pasado en la colonia Roma- como el repertorio formal -porches, arcos, cubiertas de teja, grandes chimeneas- son propios de la arquitectura culta y popular tradicional. De hecho, sus construcciones se funden armónicamente con las casas históricas de San Ángel o Coyoacán.

Pero si miras con atención, y eres capaz de ver más allá de lo material, empiezas a encontrar extrañas yuxtaposiciones de elementos, detalles casi surrealistas (esas recurrentes garrafas-ventana que habría apreciado Jujol o esa puerta tan estrecha que obliga casi a entrar “de canto” en su casa de Guanajuato), bromas (esa simpática peineta a las casas taller de Frida y Diego), “casas de una sola habitación” con doble altura y altillo que en lo espacial son totalmente modernas, plantas increíblemente orgánicas -sin un solo ángulo recto- que habrían hecho las delicias de Hans Scharoun (o de Elías Torres), baños pensados como espacios comunales que habrían entusiasmado a Bernard Rudofsky (a quien, por cierto, conoció) o lugares-ventana y transiciones-en-la-entrada que habrían deleitado al difunto Christopher Alexander.

En realidad, disfrazado de arquitecto tradicional, hay un gran artista del collage, un maestro del arte de vivir y un virtuoso de la arquitectura orgánica. Un arquitecto superdotado capaz de lograr eso tan difícil: que sus construcciones parezcan haber estado siempre allí (y que sus clientes las amen tanto que sus cuidados las harán sobrevivir a la obra de aquellos que durante décadas se han mofado de él).

Notas:

Dado que era alérgico al postureo y el autobombo, apenas hay dos publicaciones sobre su obra (ambas póstumas): un ejemplar monográfico de la revista «Artes de México» (n° 89) que contiene excelentes textos, y el libro homenaje «El otro arquitecto del siglo XX» en el que además de maravillosas fotografías, aparecen las alucinantes plantas de varias de sus casas.

Arquitectura Digital

Colaboración con AXYZ y Prompt Collective aportando los textos que sirven de inspiración para una serie de seis videos sobre temas de arquitectura. El tercer texto debía tratar sobre «Arquitectura Digital»:

La arquitectura digital o es un modelo de algo existente (o por existir) o es una realidad paralela. 

Como modelo, es una herramienta increíblemente poderosa para lograr con un coste comparativamente bajo una buena aproximación a la realidad que nos permite entender mejor el espacio,la incidencia de la luz, la relación del edificio con el entorno, o su comportamiento energético o estructural y, con ello, mejorar nuestros diseños y nuestro entorno construido.

Como alternativa al mundo real, o es utópico y demasiado perfecto para ser real (como el San Junípero de Black Mirror); o es distópico (como en tantos fondos de videojuego o películas cyberpunk). 

Pero es siempre un simulacro (como nos recuerdan  esas ficciones en las que un parpadeo en el refresco de la imagen, un hecho que se repite más de lo razonable, o un trompo que no gira como debería pueden hacer que la cuarta pared, la suspensión de incredulidad -y todo el tinglado- se desmorone).

Porque el más complejo algoritmo nunca podrá replicar convincentemente el cambio permanente en el mundo que nos rodea, cómo cada creación de la naturaleza -sea inerte como una roca o vivo como un árbol- es distinto de todos los demás; y distinto cada día.

Porque nos impide ver con inocencia. Si es tan difícil ver el mundo que nos rodea con ojos limpios, inmediatamente, sin categorías mentales que se interpongan entre nosotros y las cosas; en el ámbito digital la pantalla, el traje o las gafas de realidad aumentada nos distancian aún más de un mundo tan simplificado y planificado que resulta difícil ver en él algo diferente, más rico, de lo que se programó.

Porque la realidad es rugosa e imperfecta y sólo somos capaces de parametrizar las formas más simples de la naturaleza. 

Porque no huele, no quema, no raspa.

Porque no envejece.

Porque es inerte.

Si, como creo, el fin último de la arquitectura es hacernos sentir más vivos, su versión digital puede perfectamente servir de fondo a actividades que provocan adrenalina, sudor, vértigo -y tal vez hasta un orgasmo- pero difícilmente logrará intensificar uno de esos raros momentos de plenitud vital en los que te sientes en sintonía con el mundo.

El nido

Anoche me tropecé con otra reflexión sobre la dificultad de ver con ojos limpios:

«Recogido en el seto como una flor marchita, el nido no es más que una «cosa». Tengo derecho de cogerlo en la mano, de deshojarlo. Me vuelvo melancólicamente hombre de los campos y de los matorrales, presumiendo un poco del saber que transmito a un niño diciendo: «es un nido de paro». Así el viejo nido entra en la categoría de los objetos. Cuánto más diversos sean los objetos, más sencillo se hará el concepto. A fuerza de coleccionar nidos se deja a la imaginación en paz. Se pierde contacto con el nido vivo.»

Gastón Bachelard, «La poética del espacio» (1957)

Christopher Alexander (1936-2022)

Corría el año 2009, en plena crisis, y estaba luchando -en vano- por mantener a flote mi estudio. Un día encontré en una librería de segunda mano de Gracia un libro del que había oído hablar no recordaba muy bien dónde y que decidí llevarme a casa sin sospechar que me cambiaría para siempre.

En él se desvelaba ese misterio que hacía tiempo me intrigaba: ¿Por qué gente sin formación, en todas las partes del mundo, habían construido durante milenios conjuntos armónicos, sostenibles, adaptados al entorno y espacialmente ricos y sofisticados y ahora nos rodeaba la fealdad por doquier? ¿Por qué se jodió todo?

Porque habíamos olvidado un lenguaje que compartimos desde la noche de los tiempos, un lenguaje no verbal ni estilístico; y no basado en elementos arquitectónicos sino en la relación entre ellos. Resulta que, si analizábamos los lugares en los que nos sentíamos bien, en los que nos sentíamos más vivos, descubriríamos que nuestro bienestar se debía a una serie de ricas relaciones entre elementos, niveles y espacios que era posible describir y definir.

Esas relaciones – o “patrones”- tenían nombres tan concretos (y a la vez poéticos) como “Lugar Ventana”, “Vista Zen”, “Gradiente de Intimidad”, “Sol adentro” o “Transición en la entrada”. Algunos eran universales y otros  podían depender de cada cultura por lo que el autor no fijaba un número determinado y animaba a los lectores a descubrir otros.

Me costó digerir el mensaje porque era una carga de profundidad contra todo lo que nos habían enseñado en la escuela. La calidad de la arquitectura no tenía absolutamente nada que ver con la mayor parte de los proyectos que ganaban premios y se publicitaban en los libros y revistas del ramo.

Era algo mucho más esencial y arraigado en cada uno de nosotros, pero años de propaganda nos habían hecho olvidarlo. Tocaba hacer introspección, volver a mirar el entorno con ojos limpios, aplicarse el cuento, y empezar a perseguir «la cualidad sin nombre».

Hay muy pocos libros que te cambien la vida. “El modo intemporal de construir” es uno de ellos.

Descanse en paz Christopher Alexander.

¿Qué disco te llevarías a una isla desierta?

Optaría por el silencio, el murmullo del mar, o los sonidos del bosque, antes que volver a escuchar por enésima vez cualquier grabación. No hay ningún disco que puedas escuchar a diario sin llegar a aborrecerlo.

Pero en el hipotético caso de tener que elegir uno, creo que el criterio de elección no debe ser “el más perfecto”, “el más bonito”, “el más alegre”, «el que más me marcó» o “el que mejores recuerdos me trae”. Debe ser el que sinceramente crees que puede aguantar más audiciones sin desvelar todos sus secretos.

Debes conocerlo desde hace tiempo y seguir recurriendo a él con relativa frecuencia. Debes poder ponerlo bajito y que te acompañe como música de fondo o subirlo a tope para dar saltos descontrolados. Debes poder bailar a su(s) son(es). Debe poder acompañarte en algún viaje inducido. Debe evocarte los mejores valores -camaradería, compasión, solidaridad- de esa especie a la que no volverás a ver.  Debe tener también sus momentos tontos o ridículos -como la vida misma-. Debe ser largo, variado y misterioso.

Por eso elegiría un disco que odié de adolescente obsesionado por el rock y el punk, redescubrí hace unos diez años y escucho al menos un par de veces al mes sin conseguir descifrarlo del todo. Un disco que Cobain odiaba, que toda la crítica británica destrozó y que, todavía hoy, Allmusic pone a caldo; pero que siempre ha tenido su culto. Un disco por el que acusaron a sus autores de “venderse” pese a ser lo más radical que han hecho. Un disco en el que hay sampleados de videojuegos, intentos de hacer hip-hop blanco, algo de calypso, de gospel, mucho dub y reggae, recitados nocturnos acompañados de saxo, algún himno rockero, versiones desfiguradas de r&b de Nueva Orleans o de jazz, balidos de ovejas, coros infantiles… Un disco triple del que todos dicen que debería haber sido doble o sencillo, pero en el que jamás se ponen de acuerdo en qué canciones eliminar. Un disco del que sus propios autores dijeron que era ideal para gente desplazada a plataformas petrolíferas o estaciones en el Ártico.

Me llevaría el “Sandinista” de The Clash.

Luz cenital

Colaboración con AXYZ y Prompt Collective aportando los textos que sirven de inspiración para una serie de videos sobre temas de arquitectura. El segundo de los textos debía tratar sobre «la luz cenital«.

Si ocupamos una tenebrosa cueva, podemos estar protegidos de la intemperie al calor de un fuego que nos permita cocinar y contarnos historias al terminar el día pero -sin luz natural- viviremos en una madriguera. Sin luz natural no hay arquitectura.

Si aparejamos las piedras de modo que entre ellas pueda pasar la luz, podremos usar el espacio interior durante buena parte de la jornada sin necesidad de recurrir al fuego y podremos atisbar qué sucede en el mundo exterior. 

Una entrada de luz, incluso cuando no permite ver fuera -bien por estar hecha con materiales translúcidos (como una vidriera gótica o un ventanuco cerrado con alabastro en una iglesia románica) o bien porque su propia configuración oculta el exterior (como en algunas celosías o cuando vemos una serie de troneras en escorzo)- siempre nos permitirá intuir qué tiempo hace, disfrutar de la claridad del mediodía o asustarnos por el resplandor de una tormenta que se acerca.  

El interior cambia con el paso de las horas y las estaciones; podemos empezar a disfrutar de gradientes de penumbra que pautan nuestras actividades u orientar un hueco hacia un punto significativo (una hermosa vista, una buena orientación, el lugar por dónde sale el sol en el equinoccio). La envolvente que nos separaba del exterior empieza a vibrar con la fuerza del sol y los elementos. La luz activa el espacio interior. Nace la arquitectura.

Si en vez de captar la luz horizontal o diagonal mediante perforaciones o intersticios en un muro dejamos que la luz vertical atraviese la cubierta, cambia algo más profundo que la dirección de la luz.

 Cuando la entrada de luz cenital nos permite ver el cielo, lo que vemos es un recorte aislado de lo que sucede a ras de suelo: un cuadrado azul, o blanco, o plomizo, o un fragmento de nube. A diferencia de una ventana que nos relaciona con el entorno a ras de tierra -con el mundo terrenal-, un hueco en la cubierta nos hace sentir nuestra verticalidad, ese eje gravitatorio que nos atraviesa desde el centro de la tierra y nos vincula con el firmamento, con lo inconmensurable. 

Cuando, en vez de dejar que entre por un hueco visible (un patio, un óculo, un lucernario plano), la canalizamos mediante lucernarios, linternas y cúpulas, la luz puede producir efectos casi mágicos. Podemos tener luz sin ver de dónde viene. Podemos hacer que se derrame por el espacio y parezca casi líquida, o que lo corte limpiamente con un haz cegador, o que forme una constelación de diminutas estrellas, o que lo tiña de ámbar o de sangre, o que vuelva ingrávido lo pesado.

 Podemos incluso construir una cueva de luz.

El proceso de diseño

La idea del diseño como el desarrollo progresivo de una serie de bocetos es romántica y no muy certera.

Se trata más bien de un proceso de optimización que arranca con una serie de corazonadas que son desarrolladas o descartadas de modo puramente intelectual antes de hacer un solo dibujo o maqueta.

Si estas corazonadas empiezan a combinarse de un modo que parece satisfacer más aspectos del problema de los que se podía razonablemente esperar, entonces surge el concepto.

Cuando el concepto aparece, representa apenas un 5% del esfuerzo de diseño. El 95% restante se dedica a evitar que se caiga a pedazos.”

Ray Eames. Nota manuscrita (Julio de 1964). De “An Eames Anthology” pag. 247

Niveles de escala

Colaboración con AXYZ y Prompt Collective aportando los textos que sirven de inspiración para una serie de videos sobre temas de arquitectura. El primero de los textos debía tratar sobre «la escala».

NIVELES DE ESCALA

Aunque los arquitectos justifiquen sus creaciones alegando que tienen “escala humana” la realidad es que los mejores edificios funcionan a varias escalas, todas ellas perceptibles por nuestros sentidos. Todas ellas humanas.

A escala territorial, el edificio puede ser un hito que ayude a la gente a orientarse en el espacio -y, a veces, en el tiempo- como ocurría antaño con los campanarios que destacaban sobre el perfil de una ciudad y cuyas campanadas pautaban la vida de la comarca.

A escala urbana, contribuye a conformar el espacio en el que se inserta, como uno más en una humilde calle corredor (alineándose con sus vecinos en un gesto de urbanidad) o  como protagonista de algún importante espacio de convivencia cívica (abrazando una plaza o rematando visualmente un bulevar).

A escala peatonal, sus proporciones y el juego con la dimensión de algunos elementos respecto al conjunto -puertas, ventanas, cornisas, basamentos- pueden alterar completamente nuestra percepción de su tamaño real y provocar esa reacción tan típica cuando finalmente conocemos físicamente un edificio tras haberlo visto únicamente a través de fotografías: ¡Me lo imaginaba más grande! (o, menos frecuentemente, ¡Me lo imaginaba más pequeño! cuando por ejemplo se agrupan los pisos de dos en dos provocando que el tamaño del edificio parezca la mitad de lo que es). 

Si continuamos descendiendo en la escala de percepción, los elementos pueden a su vez tener una configuración o “textura” que nos obligue de nuevo a ponderar el tamaño real de lo que vemos (como los paneles que dividen una puerta, el tamaño relativo de un tirador o cerradura, o ciertos muebles ligeramente mayores o menores de lo normal).

El nivel más íntimo de escala es el que se aprecia mediante el tacto al pasar la mano por la moldura o almohadillado de un basamento, por la junta en el encuentro entre dos materiales, por un pasamanos, por el bocel de un peldaño ya bruñido por el uso de generaciones, o por un revoco especialmente rugoso, descubriendo con asombro que la información que recibimos al tocarlo contradice nuestras expectativas cuando nos aproximamos a él. A veces, sólo el tacto –“los ojos de la piel”- nos da la medida real de algo.

Desgraciadamente, el trabajo con los diferentes niveles de escala es un arte en desaparición debido a una tendencia a la abstracción formal que nació hace más de un siglo en la era de las vanguardias -prohibiendo todo lo que pudiese oler lejanamente a ornamento- y que se acentuó en un mundo contemporáneo en el que el imperio de lo visual provoca que se valoren más los edificios reducibles a un diagrama o meme (y en el que el mayor éxito de un edificio es parecer su render) que aquellos otros que buscan enriquecer la experiencia sensorial atendiendo las diferentes escalas de interacción entre el ser humano y la arquitectura.

Bailarsobrearquitectura. La gramola

La idea inicial era recopilar mis 50 canciones favoritas, pero enseguida vi que eso iba a ser imposible y acabé montando una lista de reproducción indecentemente larga (va por 12 horas y no estoy seguro de poder cerrarla definitivamente algún día) con canciones muy queridas pero que debían respetar las siguientes reglas:

– Una sola canción por artista (aunque no puede resistir hacer dos o tres excepciones)

– Canciones que puedan escucharse de fondo pero que se disfruten aún más prestando atención. Ideal para poner mientras cocinas, mientras tomas algo tranquilamente con tu señora o con unos amigos, o para un largo viaje.

– Debe poder reproducirse aleatoriamente sin provocar sobresaltos. Por lo tanto, ni Sonic Youth, ni Ornette, ni Stooges.

– Variedad estilística, sensibilidad pop. Hay canciones pop, country, reggae, dub, Rocksteady, calypso, gospel, R&B, shanties, highlife, soukous, doo-wop, blues o jazz pero todas ellas pueden ser escuchadas como pop.

La he escuchado con frecuencia estas últimas semanas y estoy bastante contento con la ecléctica mezcla que ha salido así que he decidido compartirla por aquí por si a alguien le interesa.

Aprovecho para desearos a todos unas felices fiestas y un buen 2022.

La dimensión oculta

En el clásico “La dimensión oculta”, el antropólogo Edward T. Hall analiza la componente cultural del uso que el ser humano hace del espacio y constata que la proximidad tolerable antes de sentir una fuerte incomodidad es totalmente diferente entre unos países y otros, o cómo la forma de ocupar el espacio (privilegiando el centro en Japón y las paredes en Occidente, por ejemplo) tampoco obedece a reglas universales.

De la poderosa idea de que una burbuja invisible nos rodea y condiciona nuestra forma de movernos no hay mejor síntesis que la cita de un poeta que abre uno de los capítulos:

A unas treinta pulgadas de mi nariz está la frontera de mi persona, y todo el aire que hay entremedio es mi privado pagus solariego. Extraño, a menos que con ojos íntimos te haga yo señales fraternales, cuidado, no lo pases rudamente: que no tengo cañón pero sí escupo

W.H. Auden, prólogo a “The birth of architecture”