
En mi última visita a los talleres de Diego Rivera y Frida Kahlo en San Ángel, me impactó el contraste entre lo que ves por fuera –un manifiesto de la modernidad racionalista más optimista y radical– y la luz y textura primitivas de este espacio.


En mi última visita a los talleres de Diego Rivera y Frida Kahlo en San Ángel, me impactó el contraste entre lo que ves por fuera –un manifiesto de la modernidad racionalista más optimista y radical– y la luz y textura primitivas de este espacio.


Cuando un edificio notable desaparece, en el mejor de los casos quedan algunas fotografías, bocetos y planos para recordar a las generaciones futuras lo que se perdió. Rara vez es factible -o buena idea- reconstruirlo.
La mítica casa-cueva de O’Gorman es más una excrecencia del terreno volcánico que una casa. Es evidente que se proyectó no sobre el papel, sino sobre el terreno. No hay ningún ángulo recto, ninguna arista vertical, ningún hueco estándar, ningún módulo. Sólo intuición.
Por eso es un pequeño milagro que alguien lograse una aproximación verosímil – una restitución geométrica- a esa construcción, a esa “escultectura margivagante” a partir de los escasos croquis de planta, fotografías y dibujos.
Aunque en este caso sólo sea una preciosa maqueta policromada.
Nota:
La maqueta es obra del taller arquitecto Javier Senosiain a partir de la información gráfica recopilada en la tesis de Iván Arellano.

Un O’Gorman sexagenario resume su vida y obra con una gran franqueza -en varias largas charlas con Antonio Luna que se han editado para convertirlas en su «Autobiografía»- y, al hacerlo, resume buena parte de ese siglo XX mexicano que vivió en primera línea: su infancia en Guanajuato donde su padre (al que retrata con gran crudeza) dirigía una mina, la Revolución que pasaron en San Ángel viendo muertos a diario y comiendo perros, gatos, tupinambos y chayotes; las mujeres mexicanas que representan lo que ama del pais (su abuela, su nana, la criada yaqui, la profesora de primaria, y Frida) sus amoríos en una ciudad que «acababa en el caballito» y desde la que siempre se veían los dos volcanes que ahora oculta el smog, su difícil relación con su célebre hermano Edmundo, su temprano triunfo como pionero de la arquitectura moderna, sus desengaños profesionales (como profesor y como arquitecto reacio a venderse al imperio del dinero), su estrecha relación con Kahlo (a la que adoraba y conoció desde la infancia) y Rivera (al que consideraba un genio pero también un oportunista desvergonzado), interesantes reflexiones sobre el arte abstracto vs. el figurativo y sobre la separación entre los artistas y la gente, la muerte de sus padres (¡su madre falleció «en perfecto estado de salud» debido a la angustia de que su marido no se hubiese confesado antes de morir un mes antes!), su homenaje constante a los que le ayudaron en sus obras (albañiles, estudiantes), chismorreos sobre el intrigante Siqueiros y el rencoroso Tamayo, estancias en Estados Unidos en las que durante meses pasó todos los fines de semana en la Casa de la Cascada, su antipatía por el alcohólico Alvar Aalto (¡y por su arquitectura!), su adoración por Wright y Gaudí, su decepción con Velázquez y con Roma («una ciudad fea pintada de un café sucio desagradable«); su invención del mosaico de piedras de colores (que inició en la casa que proyectó para el músico Conlon Nancarrow), las circunstancias que rodearon algunos de sus murales más significativos (el del aeropuerto, los de Chapultepec, el de la biblioteca de la UNAM), su depresión tratada por un médico-charlatán que lo tuvo en ayuno durante 39 días (según él con éxito, aunque su suicidio una década más tarde lo desmienta), su larga relación con el maravilloso pintor surrealista/popular Antonio «El Corcito» Ruiz , su temprano desengaño con los comunistas, la destrucción de su casa-cueva en San Jerónimo -su obra más querida-, su desprecio por cualquier crítica de arte que no sea a su vez obra de arte, su encontronazo con André Malraux que despreció sus murales calificándolos de «affiches» («Era como servirle enchiladas a un señor acostumbrado a comer su pato podrido en el restaurante Maxim´s de Paris«) y mil historias y anécdotas más de una vida apasionante que interesará a cualquier aficionado a las memorias bien escritas, a las artes o a la historia mexicana contemporánea. Lo leí de una sentada.

Juan O’Gorman arquitecto,
un artista muy sutil,
con voluntad de albañil,
fue pintor de fino esmero
y poeta tilichero.
No hizo casas de cajón
para acumular dinero.
Por andar de ´namorado
dándoselas de glotón
se volvió vegetariano
y esquelético marciano.
Al infierno fue directo,
hoy reposa en el panteón
con hambre de tiburón.

Como orgulloso propietario del catálogo «Blueprints for Modern Living: History and Legacy of the Case Study House» y, sobre todo, de «The Second Generation» (donde descubrí a Gregory Ain) admiro el trabajo de Esther McCoy y me ha encantado enterarme de que su maravilloso archivo está a disposición de quien quiera consultarlo.
Tras trabajar en el estudio del genial heterodoxo R.M. Schindler , Esther McCoy se convirtió en la gran difusora de la arquitectura moderna en Estados Unidos y tuvo la suerte de tratar con gran parte de los mejores arquitectos de su época cuando investigaba para sus artículos, libros y exposiciones.
En este auténtico cofre del tesoro podemos encontrar -además de los borradores de sus escritos y conferencias- (más…)

Al llegar a esta ciudad e interesarme por su arquitectura me dejé orientar por las pequeñas guías de la editorial Arquine (Barragán, Candela, O’Gorman) para visitar aquellos edificios que me parecían más prometedores o me quedaban más a tiro de casa o de mi trabajo en la construcción de «la torre más alta de la ciudad».

Según dichas guías, en el entorno inmediato de mi lugar de trabajo se encontraba un conjunto de viviendas de Luis Barragán (en la calle Río Elba) y la casa con dos estudios para artistas que Juan O’Gorman construyó para la editora ilustrada Frances Toor (en la calle Manchester), ambas de los años 30, pero cuando me acerqué a verlas descubrí con sorpresa que se habían esfumado. En el lugar de la primera se alza la estructura de la próxima «torre más alta de la ciudad» (Torre Reforma) con su extraña arista inclinada y sus aparatosos tirantes de acero; y en el de la segunda un polvoriento solar frente a la popular rotonda de la Diana Cazadora que espera el advenimiento de la siguiente campeona en esta carrera sin fin por demostrar quien «la tiene más larga».

Cabe la posibilidad de que el desaparecido edificio de Barragán fuese -como buena parte de su obra temprana- una operación especulativa sin mayor interés más allá de su autoría; pero la de O’Gorman parecía un hermoso ejemplar de aquella época optimista en que algunos creían que una nueva arquitectura blanca, luminosa y aireada traería también una humanidad mejor.

Me pasma que se acepte con tanta deportividad* la destrucción del patrimonio moderno; especialmente cuándo precisamente en la obra de esa Torre Reforma se llevó a cabo la proeza tecnológica de desplazar 18 metros una casona neo-gótica de la época porfiriana– construida por el empresario inglés Patrick O’Hea y su esposa tejana – para devolverla a su posición original una vez construido el sótano**.
El hecho de que la casona neo-gótica, las viviendas de Barragán y la casa de O’Gorman sean de la misma década parece demostrar que sólo veneramos la piedra -lo que tiene apariencia de antiguo- ya que a nadie importa la desaparición de algunos de los primeros edificios racionalistas de la ciudad mientras movemos cielo y tierra para conservar un nostálgico (y mutilado) edificio que se vuelve ridículo -«de juguete»- bajo la imponente sombra de un rascacielos de más de 250 metros de altura.
Notas:
La caja es la metáfora por excelencia de la arquitectura moderna. Una caja cerrada, rectilínea, precisa y contenida. Una caja artificial, pura, pulida, fría y brillante. Una caja producida en serie, de bordes cortantes y que suele envejecer mal.
La cueva -un arquetipo arquitectónico alternativo- es abierta, tosca y de formas imprecisas. Está hecha con materiales naturales. Es oscura y apagada. Una pieza única, de bordes suaves, a los que la pátina y la corrosión enriquecen.
Fue, además, el primer lugar al que acudimos para protegernos de la naturaleza hostil y el lugar donde creamos las primeras imágenes. Y, tal como nos recuerda Rudofsky, no era el hogar de esos homínidos que con una mano blandían amenazadoramente un palo mientras con la otra arrastraban a su mujer por el cabello que fijaron en nuestra mente los cómics y dibujos animados, sino el lugar donde probablemente nació Jesucristo y donde habitaba gente pacífica con mejor olfato, mejor vista y cerebros más grandes que los nuestros.
En un origen, es una naturaleza que ocupamos pero, al humanizar el aire que contiene, pintando sobre sus paredes -como en Chauvet o Altamira- o construyendo la fachada que le falta -como en Setenil de las Bodegas-, convertimos esa naturaleza en arquitectura.
A veces las creamos artificialmente, excavando pacientemente las rocas que lo permiten, sean calizas –como en la Capadocia- o volcánicas -como en Masafra- o cavando el suelo que pisamos para construir auténticas ciudades subterráneas -como en Shensi o Kansu-.
La casa Elrod de John Lautner, la última morada de O’Gorman, la capilla de Bruder Klaus de Zumthor, las intervenciones de André Bloc en Meudon, de Manrique en Lanzarote, o esa cueva de luz que ideó Frei Otto para Mannheim nos recuerdan que mucho tiempo después de perder el recuerdo de nuestra primera casa, seguimos construyendo espacios que nos evocan aquella sensación primigenia de refugio. Venimos de la caverna y el eco de aquel espacio todavía resuena poderosamente en nosotros.
Bibliografía:
Félix de Azúa- “Inícuo paso primitivo” en “Autobiografía sin vida” (Mondadori, 2010). Este capítulo es un ensayo sobre las pinturas de Chauvet, que desmonta magistralmente la tradicional idea de considerarlas primitivas.
John S. Taylor- “Commonsense Architecture: A Cross-Cultural Survey of Practical Design Principles” (W.W. Norton & Company, 1983). Un pequeño clásico olvidado (magníficamente ilustrado a mano por su autor)
Bernard Rudofsky- “In praise of caves” en “The Prodigious Builders” (Harcourt Brace Jovanovich, 1977). El esencial desarrollo de lo esbozado en «Arquitectura sin Arquitectos».
Leonard Koren- “Wabi-Sabi para Artistas, Diseñadores, Poetas y Filosófos” (Sd edicions, 2010). Este curioso libro, en el que opone el cuenco a la caja, fue el que me dio la idea para esta breve entrada. Aún más interesante es «Desdiseñando el baño«, en la misma editorial.
Al escribir la entrada sobre rocas integradas dentro de casas (“Estorbos 2”) recordé el célebre proyecto «La Trufa” de ENSAMBLE STUDIO que, en pocas palabras, consiste en disfrazar de roca -mediante un proceso que incluye la intervención de una excavadora, una vaca y el paso del tiempo- la abstracción de una vivienda mínima de Le Corbusier (el Petit Cabanon) con la intención de crear una especie de cueva “chic” que sirva como pabellón de invitados de una casa situada en un idílico paisaje de la Costa da Morte gallega.
Desde que vi el vídeo del proceso de creación -que considero el principal producto de esta intervención- y busqué por la red plantas y fotografías de la obra, el “pedrolo” habitable me persigue y ha conseguido incomodarme hasta el punto de que me ha parecido necesario sentarme a intentar averiguar por qué.
Parece claro que lo importante aquí es más el proceso que una realidad construida cuyo exterior es una piedra falsa, y cuyo interior remite en mayor medida a una habitación de hotel “de diseño” que a la obra de Le Corbusier que cita como legitimación, o a un espacio auténticamente telúrico (pensemos en el proyecto para Tindaya de Chillida o en la casa propia del arquitecto mexicano O’Gorman).
La prueba de que el proceso es lo que realmente cuenta la tenemos en que tanto el cuidado vídeo como los didácticos dibujos y la memoria que ilustran el proyecto en la web del estudio insisten mucho más en el cómo que en el qué. Es más importante conocer el nombre de la vaca –Paulina-, lo que engordó -salió del experimento con 300 kilos- y el tiempo -1 año- que le llevó zamparse los 50 metros cúbicos de balas de paja que hacen de encofrado perdido, que la búsqueda del nuevo tipo de espacio que podría haber surgido de una ingeniosa ocurrencia constructiva cuya fuerza queda, en mi opinión, totalmente diluida por el convencional interiorismo.
Y resulta que la gracia de un proceso constructivo que podría haber sido de baja tecnología y consumo energético, en plena sintonía con el austero espíritu de los tiempos actuales, queda arruinada por la violenta acción de la excavadora necesaria para colocar y retirar la tierra que le sirve de encofrado exterior, ya que si, por ejemplo, éste hubiese sido también de balas de heno, con la vaca habría bastado tanto para vaciar el interior de la piedra como para liberarla exteriormente.
Creo que mi desazón responde, en resumidas cuentas, a que ni el proceso ni el espacio resultante son todo lo radicales y rigurosos que podrían haber sido, por lo que una cantidad ingente de energía se ha derrochado en crear la imitación de una piedra que a su vez contiene la «interpretación» de una modesta -pero canónica- obra de la arquitectura moderna engalanada de habitación de hotel “de revista”.