De esta longeva banda formada por familiares y vecinos de Clejani (Rumanía) en la que las inevitables bajas por defunción se cubren con miembros próximos al reducido grupo original, esperaba una conexión musical telepática y una dosificación milimétrica de sus energías, afinadas durante décadas de tradición musical compartida y cinco lustros de existencia como grupo.
Pero en el concierto que Taraf de Haïdouks ofreció anoche en el Plaza Condesa de la Ciudad de México -en un formato reducido de sexteto -nos encontramos con que una sección rítmica de contrabajo y xilófono “a piñón fijo” y un anecdótico acordeón cedían todo el protagonismo al virtuosismo de un clarinete y, sobre todo, a la pirotecnia de un violinista de inquietante parecido con Albert Rivera, que hasta nos regaló un bochornoso momento inspirado por aquellos héroes de la guitarra de los 60 y 70, tocando por detrás de la cabeza y en el suelo. Sin matices, en lugar de llegar a los momentos de velocidad desbocada a partir de pasajes más reposados, arrancaron al nivel máximo de energía y no bajaron de ahí en la hora larga que duró la actuación.
La atronadora monotonía, que sólo fue parcialmente alterada por las intrascendentes aportaciones vocales de una reina gitana y de un señor que se pasó el resto del concierto sentado tras un inaudible teclado, me llevó a la triste conclusión de que aquella vibrante música de un auténtico grupo de gitanos rumanos que en su día tanto disfruté (“Musique des Tziganes de Roumanie”,1991) se ha convertido dos décadas más tarde en una franquicia sin alma con una estética cercana al rock de estadio.
Lástima…
Pois si…prometia bastante mais do que foi.