Desde que nos mudamos hace cosa de un mes, vivimos pendientes de una campana. Acostumbrados a que los porteros hiciesen desaparecer la basura que dejábamos debajo del último rellano de la escalera de nuestro anterior domicilio, la ausencia de papeleras y contenedores en la ciudad -que siempre nos había inquietado- se ha convertido en uno de nuestros principales quebraderos de cabeza.
Aquí no hay servicio municipal de recogida de basuras como tal sino un incomprensible sistema de colaboración público-privada. El lucrativo negocio de la gestión de residuos parece estar en manos de una inmensa flota de camiones particulares en los que viajan un conductor y dos o tres personas colgadas del lateral o recostadas sobre la carga. Siguiendo un calendario y un mapa al que sólo los iniciados tienen acceso, paran en alguna esquina y uno de ellos salta y empieza a agitar furiosamente una campana para alertar al vecindario de su presencia.
Como surgidos de la nada aparecen desde todas las direcciones decenas de individuos jadeantes con sus enormes bolsas a cuestas y ,si tienes la fortuna de oír su repicar y llegas a tiempo, puedes presenciar cómo a los pies del camión, los «pre-pepenadores» y los «macheteros» abren las bolsas y proceden a clasificar «in-situ» los residuos -metal, cartón, vidrio, varios…- dejando sobre la calzada uno de esos ubicuos charcos de nauseabundo líquido verde cuyo origen no había logrado determinar hasta ahora.
Tras días sin oír su llamada y con las bolsas acumulándose en equilibrio precario junto a la nevera, empiezo a plantearme comprobar la leyenda urbana sobre ese gran árbol de la avenida Veracruz de cuyos pies desaparece mágicamente cualquier cosa que allí se abandone.
Nota:
No puedo resistirme a añadir una ilustración musical cortesía del fabuloso Milton Brown:
Qué buena historia.
Es totalmente cierta y bastante angustiosa si la sufres en tus carnes
cousas!
O mercado!