Autor: iago lópez

Viene-viene

En mi barrio hay árboles que producen tacos, árboles que producen bolsas llenas de excrementos de perro y árboles cortados en cuyos troncos puedes leer “aquí yace un hermano”.

Recientemente he detectado una nueva especie en la calle Miguel Schultz que empieza a producir bidones de plástico. Noche tras noche crece la cantidad de extraños frutos de colores que parecen caer siempre ordenadamente en el lado del tronco que da a la calzada.

Al ver esta mañana desde la acera de enfrente cómo uno de sus frutos marcaba el derecho exclusivo de uso de un lugar público de estacionamiento, me he dado cuenta de que, en su infinita generosidad, la madre naturaleza había mutado para hacer más fácil la vida de los viene-vienes, franeleros y gorrillas.

El paisaje urbano

Si a veces te preguntas si la planificación urbana basada sólo en estándares y parámetros cuantitativos (y en el imperio del dinero) nos ha llevado a proyectar nuestras ciudades con calculadoras y hojas de cálculo, a privilegiar el coche sobre el peatón y a construir diagramas tridimensionales que en vez de enriquecerse con el contacto con la realidad, ignoran las sutilezas topográficas, de escala y de elaboradas secuencias visuales que dan a tantas ciudades históricas esa capacidad de sorprendernos e intrigarnos desvelando paulatinamente sus encantos; este viejo libro esconde algunas valiosas lecciones para recuperar el arte perdido de la creación de espacios  -o, mejor, lugares- urbanos.

Se editó originalmente a principios de los 60 y se reeditó y tradujo al español (“El paisaje urbano”. Ed. Blume, 1974) pero estas versiones posteriores omiten la parte final en la que Cullen analiza varios casos prácticos y que, en mi opinión, es una parte fundamental del libro. No esperen un sesudo tratado porque Cullen es ante todo un dibujante superdotado que se explica fundamentalmente a través de bocetos y fotografías acompañados de breves notas.

A lo largo de los años, la gente ha visto este ensayo gráfico como parte de la tradición humanista de Jacobs y Alexander, como justificación del primer posmodernismo, como inspiración de los bocetos urbanos de Foster y otros; o como las patadas de ahogado de un ludita.

Como todos los clásicos, admite múltiples lecturas y creo que sería una gran iniciativa reeditarlo -completo, sin amputar la parte final- para que nuevos lectores puedan encontrar en él añeja inspiración para insuflar nueva vida a nuestras ciudades.

El ojo del arquitecto

En la hermosa exposición del arquitecto-con-cámara Alfonso López Baz encontramos impecables fotografías -en riguroso blanco y negro- de edificios de Siza, Niemeyer, Gehry, Toyo Ito o Luis Barragán.

Pero curiosamente, la imagen que más me intrigó fue la de una casa al borde del lago de Valle de Bravo con un aire misterioso e intemporal.

Podría ser alguna obra poco conocida de algún discípulo aventajado de Wright, o tal vez de algún exiliado centroeuropeo de la posguerra, aunque la serenidad que transmite hace pensar en un creador maduro, que ya ha superado la ansiedad por destacar y ya no busca más que la naturalidad. Alguien que aprecia la intimidad y la penumbra y que sabe combinar con sabiduría el hormigón con la mampostería y la piedra.

Cuando intento en vano rastrear más información sobre esta evocadora casa – y descubro con sorpresa que uno de los autores es el propio López Baz- pienso que tal vez sea mejor así. Que la imagen es aún más poderosa si sólo podemos imaginar lo que esconde.

Puerta para maletero

Acceso a vivienda en San Miguel Chapultepec

La mayoría de la gente elegiría su coche en función del espacio de aparcamiento del que dispone. Sólo alguien muy imaginativo pensaría en resolver un problema grande (“el coche que quiero o tengo no cabe en mi patio”) con una solución local (“voy a abombar la parte inferior de las puertas de acceso para que quepa el maletero”). Mis respetos.

Ratas, posmos y otras pestes

Este pequeñísimo libro de apenas 100 páginas (en realidad 50, si consideramos que es una edición bilingüe) recopila cuatro abrasivos artículos del gran arquitecto holandés Aldo Van Eyck en los que destroza a sus contemporáneos, los popes del posmodernismo que dominaron la escena arquitectónica a finales de los 70.

Sin pelos en la lengua, ataca a los que llama RPP -Ratas, Posmos y otras Pestes- sean teóricos (“si Tafuri está presente, me gustaría decirle que lo detesto, y todavía más lo que escribe; que es profundamente cínico, cínico hasta la náusea”) o estrellas de la profesión (Rossi, Graves, Venturi, Krier, Isozaki…) acusándolos de “jugar sucio”, despreciar el humanismo y traicionar la promesa de una modernidad que -como Habermas- ve como un proyecto inacabado.

Su furia y su beligerancia son especialmente chocantes en esta época en la que apenas hay crítica real y casi todo es publicidad, voluntad de trepar en el escalafón, ensimismamiento o academicismo.

¿Dónde están los Van Eyck de hoy? ¿Hay algún arquitecto de primera línea que – en defensa del humanismo- se atreva a polemizar abiertamente con las Bienales, la pseudo-teoría que justifica lo injustificable o los arquitectos estrella volcados en el “expresionismo neoliberal”?

Muchos de los temas esbozados en estas brevísimas páginas resuenan con ideas que han salido repetidamente en este blog. Su crítica de la tetera maciza (¿de Rossi?) va en la línea de la crítica de Alexander a Eisenman, su reivindicación de la tradición como algo vivo -y no un repositorio de elementos que “citar”- resuena con algunas ideas de Rudofksy, y hasta termina uno de los textos citando al inmortal músico de jazz Jelly Roll Morton: “Abrid la ventana, que corra el aire”.

Aunque siempre me ha intrigado su figura y su obra (visité su mítico Orfanato de Amsterdam hace casi 30 años y atesoro el libro “Works” que recopila su obra) no era consciente de su arrolladora fuerza como polemista y conferenciante.

Desde hoy hacerme con un ejemplar de su lamentablemente agotadísima recopilación de escritos se ha convertido en uno de mis objetivos vitales.

Un alféizar urbano

Urbanismo defensivo, arquitectura hostil, diseño excluyente son para los seres humanos lo que esos afilados pinchos que vemos en algunas cornisas son para las palomas. Ambos buscan expulsarte para que no “ensucies” y -sobre todo- no reduzcas el valor de mercado de los inmuebles.

Estos perversos elementos de diseño definen la relación entre el edificio y la calle, entre lo privado y lo público. Lo que podría ser (y ha sido en tantas ciudades durante milenios) una frontera permeable, activa, y viviente, con espacios de transición ricos, capaces de soportar usos diferentes se reduce a su mínima función: separar lo público de lo privado.

La calle es ya sólo para aquellos que pueden pagarla, bien como propietarios de un inmueble, bien como usuarios de la terraza de un local.

Por eso reconforta encontrar edificios banales pero que -en su modestia- contribuyen considerablemente a activar el espacio público, como esta escuela de la Ribera de San Cosme que permite a la gente esperar la llegada de su transporte cómodamente apoyados en el larguísimo alféizar de sus ventanas de planta baja.

Frente a mi ventana, mi coche

Por la ventana de mi oficina vi ayer un coche volador.

¿Qué extraña lógica puede explicar esa estructura tan ineficiente?

¿Por qué el derecho de alguien a aparcar puede prevalecer sobre el derecho a la luz y la vista?

¿O es que -como sospecho- cada vecino consideró una buena idea poder aparcar su coche delante de su ventana y se pusieron todos de acuerdo para gastar una considerable suma de dinero en construir ese monstruoso elevador?

Definitivamente, nunca dejará de sorprenderme este país.

De un casquete esférico

Cuanto más perfecta es una forma, más cerrada e intratable resulta. Cualquier adición puede desfigurarla si no observa sus leyes geométricas o deja una separación prudente.

Este elevador panorámico atraviesa la cúpula en un lugar indeterminado, pero inquietantemente próximo al centro. Ni lo acentúa ni se subordina a él; lo ignora.

Y, al hacerlo, destruye el carácter de un lugar con vocación de vacío elocuente que, si bien ya nunca albergará los plenos legislativos que soñó el arquitecto original, todavía podría acoger actos cívicos relevantes si esta desafortunada cópula no le hubiese robado buena parte de su potencia espacial.

Latinitudes

La exposición “Latinitudes” presentada en el Museo de la ciudad de México recoge el trabajo que el fotógrafo brasileño Leonardo Finotti dedicó a documentar la arquitectura moderna de América Latina.

Las estupendas fotografías -todas ellas en riguroso blanco y negro y evitando encuadrar edificios contemporáneos- parecen recién salidas de una de esas publicaciones de mediados del siglo pasado dedicadas a documentar las más punteras creaciones arquitectónicas (“Brazil Builds”, “Modern Architecture in Mexico”,….).

Una mirada atenta al deterioro de varios de los edificios (llenos de graffitis y desconchones) revela que las fotografías no son de su época de esplendor pero tanto la fuerza de los encuadres -sin fuga vertical, buscando acentuar el carácter icónico de las construcciones- como la ausencia de placas informativas sobre la ubicación, arquitecto y fecha del edificio y de la toma convierten todas las ciudades en una única ciudad y todos los tiempos en un único momento imposible de datar.

La pericia técnica capaz de hacer pasar fotografías contemporáneas por documentos de época es asombrosa y las fotografías son indudablemente hermosas, pero, tras visitar la pequeña muestra, quedan dudas sobre su finalidad última.  ¿Se trata de defender la vigencia del movimiento moderno? ¿Es una evocación nostálgica de un pasado que confiaba en un futuro mejor para todos? ¿Un simple ejercicio de estilo?

Sea cual sea la intención del autor, merece la pena visitar esta carta de amor a la fase heroica de la modernidad arquitectónica, y maravillarse por la fuerza que mantienen estos edificios para quien sabe apreciarla (y representarla).

Arata Isozaki (1931-2022)

Aunque (casi) siempre me han espantado sus proyectos cuando me he tropezado con ellos en alguna publicación, porque ejemplifican muchos de los peores excesos de la posmodernidad (chistes, caprichos, insuficientes juegos de escala, colorines), debo reconocer que las tres obras de Isozaki que he conocido en persona me parecen sorprendentemente comedidas y atemporales.

En el Caixa Forum de Barcelona supo respetar la hermosa fábrica modernista Casaramona y convertirla en un estupendo centro cultural en el que hemos disfrutado de conferencias y exposiciones memorables. El homenaje al pabellón Mies del patio enterrado de acceso y la escultura arbórea que señala la entrada podrían verse como un guiño facilón o un pastiche de elementos dispares, pero -contra todo pronóstico- funciona en su objetivo de otorgar el protagonismo al edificio original sin renunciar a comunicar su nuevo uso y carácter urbano.  

En el Palau Sant Jordi empezó la casa construyendo el tejado sobre el suelo, lo elevó y dio  a la ciudad un excelente polideportivo de usos múltiples que ha envejecido sorprendentemente bien y continua acogiendo muchos de los principales conciertos y eventos de la ciudad.

Y, por último, el Domus coruñés logró embellecer una fachada urbana desdichada, que nunca estuvo a la altura del maravilloso espectáculo de Riazor y el Orzán, construyendo sobre un escarpado desnivel un edificio que por detrás es un biombo de granito y por delante una vela de pizarra.

¿Es posible que si conociese en persona algunos de sus adefesios posmodernos -o el espeluznante centro de convenciones de Qatar- les encontrase también valores urbanos y arquitectónicos? ¿Quién sabe? En cualquier caso, mis respetos para estos tres edificios y su autor. Descanse en paz.