Mister Jelly Roll

Tras años buscando un ejemplar a un precio razonable, por fin tengo en mis manos las célebres grabaciones de Alan Lomax para la Biblioteca del Congreso de 1938 en las que dejó que durante un mes Jelly Roll Morton se explayase combinando música, autobiografía y fanfarronería al autoproclamarse nada más y nada menos que “el hombre que inventó el jazz”.

Además de varias horas de música e historias, de este encuentro entre dos legendarias figuras de la música del pasado siglo, salió un libro “Mister Jelly Roll: The Fortunes of Jelly Roll Morton, New Orleans Creole and Inventor of Jazz” que -según el prólogo- es la primera historia oral jamás escrita. Lomax viaja a Nueva Orleans y entrevista a todos los personajes vivos que Jelly Roll mencionó en sus encuentros para completar con sus testimonios la apasionante biografía de este personaje que algunos consideran un fantasma petulante y otros -como Lomax-  uno de los más importantes pioneros de esta música.

Por sus páginas desfilan aquella pequeña burguesía criolla que miraba por encima del hombro -como él hizo toda su vida- a sus vecinos más pobres de sangre exclusivamente negra, se evoca la época anterior a las leyes de segregación en la que Nueva Orleans floreció, los cabarets y prostíbulos, los diferentes barrios y fronteras de clase y raciales, el nacimiento de Storyville, los músicos legendarios como Buddy Bolden que nunca llegaron a grabar, los propietarios de discográficas poco honestos, la gran migración a Chicago en busca de tolerancia y oportunidades, sus alucinantes colecciones de trajes y zapatos (que harían la envidia de Imelda Marcos), los diamantes incrustados en sus dientes, sus andanzas como tahúr de cartas y estafador de billar, sus éxitos y su triste etapa final -regentando un bar de mala muerte en Washington DC- en el que contaba sus pasadas glorias a quien quisiera escucharle, sus grandes amores (Mabel y Anita), sus puyas al supuesto inventor del blues (W.C. Handy) y su extraña mezcla de fervor católico con vudú que su pareja está convencida fue la causa de su muerte. Primero le llegó la enfermedad con el siniestro hombre de las Indias Orientales que -pagado por un antiguo socio- lo atormentaba y enfermaba sembrando de extraños polvos su casa y, más tarde, la muerte a las pocas semanas de la de su abuela. Todos los hechiceros deben vender al diablo a su ser más querido y lo arrastran al más allá cuando les llega su hora.

Mito, leyenda, los albores de la música moderna, personajes inolvidables. ¿Qué más se puede pedir?

¿Y la música? Pues regado con abundante whisky barato y crecido ante su última gran oportunidad de reivindicarse, Jelly Roll lo dio todo y hasta se animó a cantar. Hay blues, homenajes al ragtime de Scott Joplin, canciones guarras (los dirty dozens, su Winin Boy Blues), reducciones para piano de algunas de sus más célebres composiciones para banda y, aunque el sonido no es todo lo bueno que sería deseable, me encanta ir picoteando entre los 8 discos o ponerlos en el walkman para dormirme arrullado por las evocadoras historias y sonidos del dulce Jelly Roll.

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