Por fin he tenido ocasión de ver en la cineteca de la Ciudad de México el documental «El patio de mi casa» que mencionaba en el post de hace unas semanas dedicado al arquitecto Óscar Hagerman. La película es un conmovedor homenaje de Carlos Hagerman a sus dos padres -Óscar y Doris- en el momento en que afrontan la vejez -y la cercanía de la muerte-; que relata el amor de una pareja que lo ha compartido todo (sus proyectos arquitectónicos estaban ligados a las actividades en favor de la educación de los más desfavorecidos a los que ella dedicó todas sus energías).
Además de filmar las obras de Óscar -y muy especialmente esa casa patio familiar de Valle del Bravo invadida por la maleza que resume su actitud vital y proyectual- , y de acercarse al emocionante magisterio de Doris Ruiz Galindo en las comunidades indígenas más pobres del sur del país y al del propio Hagerman en sus clases de diseño de mobiliario, el documental es un viaje a sus pasados que nos descubre los orígenes acomodados de ambos -con sus veleros, sus vacaciones europeas y sus películas de super-8, con breves escalas en la casa coruñesa de la familia materna de Hagerman, los veranos de su infancia de Suecia- y con una breve pero significativa visita a ese ayuntamiento proyectado por Alvar Aalto en Säynätsalo que Hagerman reconoce como su mayor influencia y el patrón que -por la naturalidad con la que crea lugares en los que «se está bien»- le muestra las limitaciones de sus propias obras.
Creo que es un acierto que el director no cuente la obra y milagros de este arquitecto descalzo -e ignore trabajos que me llamaron la atención en la monografía de Arquine y de los que me gustaría saber más- y se centre en una pareja que construyó un inspirador proyecto común ya que así, en lugar de orientarse a un minúsculo nicho académico, consigue mostrar un conmovedor ejemplo de unas vidas gobernadas por el amor (de pareja, paterno-filial, al prójimo, al trabajo, a las cosas sencillas) que tiene un alcance universal.
Por eso, aunque la película tiene un regusto amargo por retratar la decadencia física de unas personas muy activas que afrontan el último tramo de sus vidas, el espectador sale contento de haberse acercado a esta gente buena que renunció a una vida acomodada (su casa es sorprendentemente modesta, con esa cocina setentera y esas puertas con contrapesos artesanales) para dedicarse a disfrutar ayudando a quienes más lo necesitan.
Buena gente en el sentido más literal (y profundo) del término que puede estar muy orgullosa de que su paso por el mundo lo haya mejorado, y de que su modesto ejemplo tenga continuidad en el amor de sus hijos y nietos y de una pequeña pero entregada generación de discípulos (ejemplificados en la película por Enedino e Isabel) que ocupan su entorno con la naturalidad un gato tumbado al sol, y que siguen luchando por la educación, la dignidad y la igualdad de oportunidades de los más desfavorecidos.