
Aunque las nuevas necesidades que surgen inesperadamente cuando un proyecto empieza ya a cristalizar pueden obligar a revisarlo completamente, ciertas arquitecturas asumen sin resentirse buena parte de estos «accidentes» mediante mecanismos tan simples como engordar una pared, modificar algún ángulo o añadir un bulto más al conjunto.
Esta aceptación del «bony«* sólo está al alcance de las arquitecturas «relajadas» en las que los imprevistos pueden llegar a enriquecer la obra (como aquel muro que se quebraba para evitar podar un árbol) porque cuando la calidad de la arquitectura depende de la pureza del volumen, de la radicalidad de «la idea«, o de la estricta observancia de alineaciones, modulaciones y demás variantes de eso que tramposamente se llama «rigor geométrico»**, cualquier desviación será inevitablemente percibida como un defecto o una anécdota.
Incluso cuando estos añadidos o modificaciones no suceden durante el proyecto sino años o generaciones más tarde, el edificio proyectado como «aglomeración sensorial» podrá asumir con mayor naturalidad el crecimiento y el cambio que cualquier espécimen de «arquitectura retiniana».
Si las leyes de selección natural tuviesen alguna influencia en el desarrollo de la arquitectura, estas evidentes ventajas competitivas probablemente ayudarían a que nuestro entorno fuese mejorando y humanizándose paulatinamente. Pero la única ley que rige esta disciplina es la del dinero.
* El problema del «bony» (bulto) y su encaje lo encontré por primera vez en algunos de los proyectos del estudio de José Antonio Martínez Lapeña y Elías Torres en el que colaboré durante cinco años.
**Los que utilizan ese concepto para justificar sus proyectos obvia el hecho de que hay órdenes más complejos (pero no necesariamente menos rigurosos). A veces es cierto aquello de que el desorden es un orden que no alcanzas a comprender.