Mesié Dipón, pionero de la aviación

Pocos de los personajes que poblaban nuestra infancia permanecen y, de entre esos pocos, aún menos siguen presentándose regularmente tantos años después. Pero cada Navidad, justo cuando acaba el año y la ingesta etílica alcanza el nivel preciso, aparece puntual Mesié Dipón, un niño aventurero y malcriado que un día buen día compró un globo aerostático, intentó dirigirlo únicamente con aire e, ignorando las súplicas de su madre y la presencia de una comisión venida ex-profeso desde Antequera, se negó en redondo a pisar tierra firme hasta haber alcanzado el peñón de Gibraltar.

Tardé bastantes años en saber que Mesié no era el nombre de nuestro héroe, sino “Señor” en francés, lo que contradecía la idea que me había hecho de su edad, y no fue hasta  ayer mismo que,  gugleando “Antequera+ globo+peñón de Gibraltar” encontré la encantadora guaracha “Adiós Lucrecia”, que canturrea el inefable Pedro Infante mientras conduce su descapotable al inicio de la película “Escuela de vagabundos”. Tras unas estrofas en las que habla de Lucrecia, Venecia y las noches de cabaret, parece pasar a una canción diferente y el súbito reconocimiento me hizo dar un respingo: 

Santos Dumont, Santos Dumont

Inventó  un globo

que pensaba dirigir con aire solo

sentado en su silla estaba

pa’ tomar la dirección

y cuando más alto estaba

su  papa le preguntó:

hey Dumont ¿ bajas o no?,

¡no, no y no!

 

Baja Dumont, baja Dumont

Que aquí te espera

La comisión que ha de llevarte

a la Antequera.

 

Que se vaya donde quiera

que no me pienso bajar

que me pienso dirigir

hacia el peñón de Gibraltar.

Ahí estaban los escenarios y personajes principales. Estaba el peñón de Gibraltar y estaba también Mesié Dipón sólo que, en vez de comprar el globo, lo había inventado, la comisión no venia de Antequera sino que se dirigía allí, y era su papá en vez de su mamá quien le preguntaba. Pero la respuesta no variaba: ¡no, no y no!

La canción fue compuesta por Fernando Estenoz y Antonio Medina, del trío Avileño (de Ciego de Ávila, México; que no del Ávila castellana) y la versión que inicia la película se grabó el 15 de Febrero de 1955 en los estudios Peerles de México DF. Sigo buscando versiones anteriores, y sigue intrigándome la querencia de los abulenses mexicanos por la toponimia española  pero, al menos, la misteriosa identidad de Mesié Dipón se había desvelado. No era otro que Alberto Santos Dumont (1873-1932), el gran pionero brasileño de la aviación moderna al que muchos dan preeminencia sobre los mismísimos hermanos Wright.

Nota 1:

Esta pequeña pieza de arqueología pop está dedicada a mi queridísimo tío Calo, que cumple hoy años, y que entre muchas  cosas de las que realmente importan, como jugar al fútbol o al ajedrez, nos enseñó la canción de Mesié Dipón.

Nota 2:

Link de la pieza musical:

La primera vez que me llamaron viejo

(Sábado por la mañana en una conocida tienda de discos de Tallers que empieza por “R”, afluencia normalita entre la que destaca un trío de adolescentes . La voz cantante la lleva nuestra heroína de hoy- “la Chica Megáfono”- acompañada por un secuaz que intenta tímidamente meter baza de tanto en tanto-“el Amigo Gay”- y un tercer sujeto silencioso de aspecto consumido, que los sigue sin decir ni mu -“el Emo”. La Chica Megáfono, la más ducha en asuntos musicales del grupo, revolotea de cubeta en cubeta, afirmando orgullosa su identidad y superioridad al vociferar el nombre de cada grupo que iba reconociendo en su triunfal marcha)

C. M.: -¡Dylan es guai! ¡Mola un montón!

E.: –(silencio circunspecto)

A. G.: -Pues a mí no me suena de nada. Y es de un feo que te mueres

C. M.: -¡Mira! ¡Los Clash! ¿No conocéis should-i-stay-or-should-i-go?

De repente, el griterío se vuelve ensordecedor:

C.M.: – Es Kurt! (dando sonoros besos a la caja del CD). ¡Era tan guapo! ¡Es el mejor! ¡Y pensar que tocó aquí en Barna! . ¡Jo! ¡Cómo me gustaría haber nacido unos años antes y que mis padres me hubiesen llevado al concierto de bebé…aunque ahora fuese una vieja !.

Resulta que yo sí tuve la suerte de estar aquella noche de Febrero del 94 en el pabellón de la calle Lleida , y no precisamente “de bebé”, sino pasados los 20, con lo que deduzco que, a ojos de la Chica Megáfono, más que un viejo, debía de ser un dinosaurio.

De puños, olvidos y vanguardias

Los arquitectos, siendo generalmente gente, digamos, ejem, “visual” solemos tener una relación curiosa con la cultura escrita. En general, nos aburre bastante, pero nos avergüenza reconocerlo e intentamos desesperadamente pasar por gente leida, cultivada y al día de las preocupaciones de los pensadores contemporáneos.

La mala conciencia nos va carcomiendo y, periódicamente, llega un día en que nos armamos de valor y nos acercamos a la librería a intentar comprar un barnicillo de respetabilidad. Como nuestra (in)formación es escasa y proviene en general de pretenciosos articulos de revistas en los que las citas se utilizan no para aclarar conceptos, sino para oscurecerlos (y de paso darse aires), solemos acabar comprando ilegibles panfletos, a veces incluso “tochos”, de algún autor con cuyo nombre nos hemos quedado, bien por su sonoridad, bien por su ubicuidad.

Durante la carrera, la semiótica ya estaba literalmente en los cajones de saldos pero tocaba pasar por caja a intentar familiarizarse con la desaparición del sujeto y la deconstrucción, luego triunfó brevemente la fenomenología (que aún colea), y ahora parecemos encontrarnos bajo el imperio de la sostenibilidad. Son modas que, afortunadamente, acaban pasando antes de que, con nuestra característica parsimonia, hayamos logrado pasar del prólogo.

Pero de vez en cuando, te encuentras con libros que se leen del tirón. Libros escritos por deslenguados que dicen lo que piensan y no temen apartarse de la manada o del discurso dominante ni señalar la desnudez del emperador. En el último año me he tropezado con dos especímenes especialmente interesantes por su frescura y ambición.

El primero de ellos, “El Olvido de la razón” es la tercera parte (y, a mi juicio, la más lograda) de la excelente trilogía del octogenario argentino Juan José Sebreli en defensa del legado de la ilustración frente a los ataques del multiculturalismo (“El asedio a la modernidad. Critica del relativismo cultural”) y las vanguardias (“Las aventuras de la vanguardia”). En este caso, Sebreli se centra en la filosofía; concretamente, en rastrear la linea de pensamiento que une a Nietschze y Heidegger y pasa por Freud, Foucault, Barthes y otros “faros” (aunque, por su tendencia a oscurecer quizás “persianas” sería un término más apropiado) del pensamiento contemporáneo cuyo programa oculto resulta ser la “antimodernidad” o acoso y derribo de los valores ilustrados.

Como lego en temas filosóficos, agradezco una visión panorámica tan crítica y deshinibida de una tradición muy prestigiosa que pasa con frecuencia  por progresista y contemporánea pero es en realidad radicalmente antimoderna y antihumanista. En una época en la que en lugar de apoyar o discutir las ideas preferimos considerarlas “interesantes” se agradece la gente que habla alto y claro.

Algo parecido sucede con “El puño invisible” del treintañero colombiano Carlos Granés, un reverso rabiosamente pro-moderno del “Rastros de Carmín” de Greil Marcus, que analiza cómo algunas ideas vanguardistas como la potenciación del individualismo y el desprecio por la cultura (desde el futurismo y el dadá hasta los situacionistas, el pop art, los happenings o los Sex Pistols) acabaron imponiéndose en todos los ámbitos y cómo su victoria, lejos de hacernos mejores o más felices, sólo nos ha dejado más desamparados ideológicamente, y con los museos llenos a rebosar de arte aburrido y banal, justificado, eso sí, por un un impenetrable aparato teórico y la repercusión mediática de las mismas viejas provocaciones y sus cotizaciones (próxima parada: retrospectiva del carota Damien Hirst en la Tate Modern coincidiendo con los Juegos Olímpicos) No quiero destripar el libro, pero resulta que hasta el anarcocapitalismo reinante hunde sus raices en la contracultura, y los demonios de los sesentayochistas (Stéphane Hessel) son ahora reivindicados por el 15M, en una vuelta completa, al darse cuenta de que tal vez “tiramos el niño con el agua sucia”.

Son dos libros enormemente ambiciosos –uno analiza minuciosamente hasta los más ignotos episodios de las vanguardias, el otro un siglo de filosofía oscurantista- que, como todos los grandes ensayos, hacen que el lector se replantee muchas cosas y, en definitiva, cambian su manera de entender el mundo. Se leen como una novela y mentiría si no reconociese desear haber escrito lo que alguno de estos dos cruzados de la modernidad. No hay mayor elogio que la envidia.

John Storm Roberts, un pirata bueno

Había piratas malos, como Patapalo, que comía pulpo crudo y bebía agua de mar, y piratas buenos, como John Storm Roberts, que odiaba la cocina de fusión y, en vez de oro o piedras preciosas, robaba canciones.

Su botín provenía de compatriotas al servicio de su majestad, pioneros en el registro de la cultura popular, como Hugh Tracey, del que sustrajo, entre muchas otras perlas, “Chemirocha”, la oda de unas obnubiladas adolescentes kipsigis de Kenya al gran Jimmie Rodgers, el vaquero tuberculoso que cantaba el blues con un inolvidable yodel tirolés.

O del hit parade local, del que afanaba pepitas con las que traficar más tarde, como las inmarcesibles “Malaika” y “Pole Musa” o la tronchante versión de “La Bamba” que distrajo mientras trabajaba de incógnito como reportero del East African Standard  en Nairobi, en plena beatlemanía.

O, como buen caballero de fortuna, conseguía que patrones como Nonesuch Records le financiasen campañas de pillaje en las islas caribeñas en las que se encargaba personalmente de recoger la música callejera de La Española o de Jamaica.

Detestaba el “tandoori con ketchup” (fusiones tipo “Flamenco + Mali”) pero no era un purista adorador del folclore ni un apóstol de la autenticidad. Le interesaba tanto entender por qué en Hawaii se cantan plenas portorriqueñas (¡el “Que mala suerte la mia” que aquí conocemos por los Amaya!) como el último hibrido surgido de interpretar la tradición musical somalí con organillos casio baratos.

Consideraba que la música, incluida esa que llaman “culta”, es siempre mezcla de influencias externas con tradiciones existentes, como lo demuestra la “Marcha turca” de Mozart, y que quejarse, por ejemplo, de la “occidentalización” de la música africana pero no de su “arabización” porque sucedió hace siglos en lugar de décadas reflejaba una visión histórica muy limitada.

Sus sesudos ensayos (“Black Music of Two worlds”, “The Latin Tinge”, “Latin Jazz. The First of Fusions”) le convirtieron en una referencia en los círculos de iniciados, pero su estética se transmite con mucha mayor fuerza a través de las recopilaciones que publicó desde su sello Original Music. La selección y las agudas notas permitían familiarizarse con la música de los diferentes lugares (“The Kampala Sound”, “The Sound of Kinshasa”, “The Sound of Tanzania”, “Songs the Swahili Sing”…), algo harto difícil ya que, como aclaró en una entrevista, “la música NO es el lenguaje universal: “….intenta poner un disco chino en una emisora country de Nashville y verás qué pasa”.

Que culturas musicales lejanas en el tiempo o en el espacio dejen de sonar extrañas requiere ciertamente un esfuerzo, pero con guías como JSR (o Allen Lowe, del que espero hablar otro día), puede llegar a convertirse en un adicitivo placer.

Murió el año pasado, a los 73 años, pobre y enfermo, porque, como relata en las tristes palabras con que presentó la reedición en CD del seminal “Africa Dances”, ignoró la regla de oro de Agatha Christie: “nunca seas el primero”. Fue el primero en hacer una recopilación de Taarab, el primero en recuperar las fusiones del highlife ghanés y nigeriano con el rock’n’roll y el funk….y siguió ese “camino directo a la bancarrota que consiste en poner a disposición de la gente semejante variedad de música genuina”.

Era un pirata que no pagaba a los músicos que recopilaba (como Harry Smith con su “Anthology of American Folk Music” o Alan Lomax, por poner precedentes ilustres), pero no ganó dinero con ello y, en cambio, consiguió inocular el amor por estas músicas (“other people´s music”), y crear para ellas un modesto mercado, en el que otros sellos sí pueden vender discos a una escala razonable, rastrear el paradero de los artistas para pagarles royalties, y a veces incluso resucitar las carreras de figuras olvidadas.

Nota 1:

Los Lps y cds originales (de “original music”, porque eran piratas, de ahí el título de este homenaje) son ya difíciles de encontrar pero la blogosfera permite acceder a buena parte de su catálogo. Recomiendo empezar por “Africa Dances” y “Mbuki Mvuki”, los más variados del lote, y proceder a partir de ahí. Y como es de bien nacidos ser agradecidos, es obligado reconocer que fue el gran Robert Christgau el que me puso sobre la pista de Roberts.

Nota 2:

Los entrecomillados no acreditados son extractos de la entrevista para “Perfect Sound Forever” de Febrero de 1997

Nota 3:

Llevo años detrás de una conferencia de JSR editada en cassette  (y en algún sitio he leído que también en cd) llamada «Afro-Cuban comes home» sobre la relación entre la música caribeña y la africana. Si alguien tiene una copia, agradecería eternamente que se pusiese en contacto conmigo.