Categoría: libros

Abstractitis

 

 

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Tras tropezarme con Henry Watson Fowler en tres lecturas recientes de autores queridos*, no pude resistirme a salir con su celebrado manual bajo el sobaco cuando encontré un ejemplar en la librería de viejo de la calle Liverpool que suelo frecuentar.

Al abrirlo al azar nada más pisar la calle, lo primero que leí fue la genial entrada «Abstractitis» dedicada a todos aquellos que creen que utilizar un lenguaje más abstruso y abstracto les hace parecer más cultos:

«Un escritor utiliza palabras abstractas porque sus pensamientos son nebulosos; el hábito de utilizarlas nubla aún más sus pensamientos y puede acabar ocultando su significado no sólo a sus lectores sino a él mismo; y escribe cosas como «La actualización de la motivación de las fuerzas debe ser en gran medida cuestión de angulosidad personal». (…)La palabra abstracta siempre domina la frase como sujeto. Las personas y lo que hacen, las cosas y lo que se les hace se desdibujan y sólo podemos entreverlas a través de un vidrio oscuro»

Con lo que me repatea el lenguaje académico en general y la pedantería vacía de tantos textos de arquitectos en particular, me reconforta que hace ya casi un siglo (1926) alguien detectase una tendencia que desde entonces no ha parado de extenderse. Creo que he descubierto un compadre.

The King’s English» de Kingsley Amis, «On Writing» de Stephen King y «Consider the Lobster» de Foster Wallace

Pies Negros

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Al leer anoche en el monumental «The City in History» de Lewis Mumford cómo la importancia de los mercados medievales dio lugar a unos tribunales especiales para resolver los conflictos comerciales que, en el caso de Inglaterra, se llamaban «Court of Pie Powder» y que, evidentemente, no se ocupaban del polvo de pastel  sino de los problemas de los vendedores ambulantes que los Normandos conocían como «Pieds Poudreux» (pies polvorientos)- cuyo nombre los ingleses anglificaron sin molestarse en mantener su significado-; no pude evitar recordar a los primeros «pies negros» que conocí – aquellos maleducados punkis de nuestra adolescencia que sin levantar el trasero de la acera te pedían invariablemente «un pitillo…y otro p’al colega»- y, sobre todo, de  K’naan , el «filósofo de pies sucios» somalí.

De cómo los Beatles destruyeron el rock’n’roll

How the Beatles Destroyed Rocknroll

 

«Suele decirse que la historia la escriben los vencedores pero, en lo que respecta a la música popular, eso raramente sucede. Los vencedores suelen estar fuera bailando mientras los historiadores se sientan en sus escritorios, documentando diligentemente músicas que no pueden escuchar en la radio comercial. Y no sólo los historiadores: La gente que decide escribir sobre música popular, incluso mientras sucede, suele estar muy alejada de los consumidores y trasnochadores habituales y a menudo desprecia los gustos y actitudes de sus congéneres más numerosos y alegres » (E. Wald)

Esta historia alternativa de la música popular americana pretende acabar con los mitos y distorsiones provocados por el hecho de que los historiadores y críticos -en general, hombres blancos- que han formado nuestra visión de su evolución no han destacado lo representativo sino lo rompedor y -al analizar la música desde el escritorio y no desde la pista de baile- han ignorado a los artistas que realmente marcaron cada época -los que la gente escuchaba en jukeboxes, en la radio, en el coche y bailaba en el club- y se han formado una imagen mental a partir únicamente de los discos -que no siempre reflejan el sonido o formación habitual de un grupo musical- minusvalorando además la crucial influencia femenina en el desarrollo de la música, tanto en la pista como en el mercado discográfico.

El divorcio entre la pista y el escritorio corre paralelo a la división entre música blanca y música negra, que -como este libro demuestra- avanzaron juntas desde los inicios del fox-trot, el ragtime y el jazz hasta que en los años 60 se empezó a diferenciar entre la música «para escuchar» y la música «para bailar». Aunque el relato termina en ese momento en que se fraguó el cisma, su epílogo apunta a que desde entonces – con la llegada de la música disco y el triunfo global del hip-hop- la fisura no dejó de crecer.

Y en cuanto a los Beatles -a los que provocadoramente alude el título- aunque probablemente las cosas habrían seguido un curso parecido sin ellos, son los villanos de esta historia porque con sus cuartetos de cuerda y sus sargentpeppers legitimaron la transformación del rock’n’roll en música seria -es decir, en «rock»- y consumaron para siempre el divorcio entre la música «artística» («para escuchar») y la música «funcional» («para bailar»).

Si como Elijah Wald -y un servidor- piensas que la diferenciación y las pretensiones fueron letales para el rock, y que -incluso para escuchar- suele ser mucho más interesante la música de baile -en general, negra- que la música pop/rock con pretensiones artísticas, la lectura de este excelente ensayo te ayudará a entender como hemos llegado hasta aquí.

«Algo supuestamente divertido…

DFW

 

que nunca volveré a hacer» es la primera colección de ensayos que publicó David Foster Wallace y recoge una serie de textos de diversa extensión -desde un par de páginas hasta casi un centenar- sobre temas tan variados como el tenis, el cine de Lynch, un día en la feria estatal de su Illinois natal, la crítica literaria, de nuevo el tenis, la influencia de la televisión en la literatura contemporánea, o la inolvidable crónica que da título a la colección en la que relata los pormenores de su semana de pesadilla en un crucero de lujo por el Caribe.

Con tanta variedad, es imposible que todo sea igual de bueno o interesante y, aunque no volveré a ver a Lynch ni el tenis profesional del mismo modo y me encantaron sus reflexiones sobre «el granero más fotografiado de América»; me parecen especialmente brillantes los dos encargos que le hizo la revista Harper’s, en los que el autor consigue sacar punta a dos temas tan potencialmente letales como una feria estatal y un crucero. Es en estos textos más largos -los más narrativos del lote- donde DFW despliega todos sus encantos, su capacidad de observación, su sentido del humor y ese característico estilo trufado de notas al pie, digresiones, referencias populares, datos autobiográficos y saltos de registro y vocabulario que consiguen llevar al lector de lo banal a lo sublime o convertir convincentemente el Zenit en Nadir.

Me he vuelto fan.

La hoja del olmo no es perfecta

la hoja del olmo no es perfecta_Javier López Facal

Este original ensayo de Javier López Facal analiza el problemático encaje de la ortodoxia, la perfección y la simetría con una realidad que se resiste tozudamente a la simplificación y con esa vertiente de la naturaleza humana que abraza la diversidad y celebra la imperfección.

Podrían escribirse sesudos volúmenes desarrollando lo que en él se esboza para cada uno de los ámbitos tratados (la religión, la política, las artes, las ciencias y el lenguaje), pero el principal acierto de este absorbente ensayo es precisamente la concisión, la transversalidad y la capacidad para transitar con garbo entre la academia y la calle, utilizando la asombrosa erudición del autor para salpimentar el texto con citas clásicas, datos históricos, vivencias personales, y disquisiciones teológicas, etimológicas o botánicas que -viniendo siempre al caso- consiguen sorprender al lector y arrancarle una sonrisa.

Pese a su brevedad, sentido del humor y frescura, el libro plantea un ambicioso elogio de la imperfección; y en esta época obsesionada con la  actualidad y la especialización, me parecen especialmente valiosas estas raras miradas que son capaces de recorrer milenios y saltar entre disciplinas para -en este caso- mostrarnos todo lo que se esconde tras la asimétrica belleza de una modesta hoja de olmo.

Nota/Caveat Emptor: Aunque dudo mucho que mi valoración variase significativamente si no tuviese vínculos con el autor y la obra, considero obligado señalar que no sólo se trata de un familiar muy querido, sino que tuve el honor y el placer de leer y comentar el manuscrito durante su redacción.

Teísmo

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Este libro escrito en inglés hace algo más de un siglo por Kakuzo Okakura consigue resumir para un público occidental la esencia de la cultura y el arte japoneses en apenas cien páginas . Más que un libro sobre el té es un libro sobre el «teísmo» que es como el autor denomina a la filosofía estética y vital que nació en China en el siglo VIII y floreció en Japón setecientos años después, determinando su visión del mundo, la moral, el arte y la arquitectura.

En siete breves capítulos, Okakura evoca toda la densidad estética y filosófica que se condensa en la ceremonia del te, pasando de la historia de las diferentes formas de consumir la planta a un análisis de la arquitectura de la casa de té y de los principios que rigen su decoración interior, el arreglo de flores,  el relato de episodios significativos de la vida de los grandes maestros del té y las ideas que los inspiraron, y consigue transmitir la importancia de encontrar lo hermoso en lo cotidiano y  de cultivar lo vacío, lo inacabado y la naturalidad.

Un clásico engañosamente simple -empecé a releerlo nada más terminarlo- que contiene enseñanzas profundas sobre lo que constituye una vida (y una muerte) bella y plantea una demoledora crítica de la estética de la permanencia, la repetición, la simetría y la perfección propia de Occidente.

La casa de Barragán en la playa

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Playa de Majagua. Colima

Aunque soy un buen aficionado a la obra de Barragán y he leído al menos media docena de libros sobre él, no recuerdo haber oído hablar de la misteriosa casa que se construyó en una playa del Pacífico a mediados de la década de los 50. Fue leyendo anoche el capítulo dedicado al regionalismo en «La arquitectura mexicana del siglo XX» (Fernando González Gortázar. Lecturas Mexicanas, 1996) donde la siguiente referencia -al hilo de una discutible argumentación sobre la influencia de Mies en Barragán- me hizo dar un respingo:

«Hay obras en las que esto se vuelve aún más evidente: la entrada del Pedregal o la capilla abierta de Lomas Verdes, por ejemplo, o la extraordinaria y destruida casa en Majahua, en la costa de Colima, con sus muros de hojas de palma y sus estancias y terrazas con piso de arena

A ver si va a resultar que la imagen del devoto que medita contemplando su jardín desde su solitario refugio es una burda simplificación y Barragán era también un hedonista aficionado a la playa y el sol.

Al bucear por la red encontré estas referencias dispersas:

«En Colima, en la Bahía de Majagua, están las ruinas —muy fácilmente restaurables— de la casa que Barragán construyó para sí mismo. Copropiedad actualmente de unos conocidos arquitectos locales, resulta incomprensible la persistencia del abandono de una de las obras más significativas y originales de la carrera de Barragán.» (Hernán Porras. «El  Informador» 01.05.2016)

«Del mirador bajamos a la casa de Majagua, que disfrutó la familia Bustamante, obra de Luis Barragán, con generosos corredores, vanos y patios. Entramos por la casa de servicio, unos muros de ladrillo, separados y parados de canto a 45° daban luz y ventilación a su patio. Cinco peldaños nos llevaron a un amplio pasillo de la casa, de planta rectangular, de dos pisos, que fue cubierta a dos aguas, grandes vanos se asomaban a la exuberante vegetación vecina, dominando el follaje de parotas. El primer piso comprendía: la cocina, un baño, comedor y sala, espacio abrazado por los dos niveles. El segundo, las recámaras, con grandes ventanas, la principal con balcón. En el lado norte de la casa estaba el inmenso jardín, delimitado por bardas, con dos albercas aledañas a la casa, una grande, cuadrada y escalonada y una chica, rectangular y con escalera, en todo su costado poniente, lado corto. Sombreadas por una añeja higuera. Nos sentamos al pie de la higuera a contemplar los detalles de la obra de Barragán, con agradables y amplios espacios, sencillamente relajantes. De la casa bajamos a la paradisíaca playa…»  (Hernán Porras. «El  Informador» 01.05.2016)

 «Algún día hace años entramos por la brecha que conduce a un fraccionamiento sui géneris, pensado por unos arquitectos tapatíos como un proyecto de comunión con el entorno. Es casi más devoción que negocio. Devoción al mar y a unas ruinas, huellas de una presencia, la del arquitecto jalisciense. Hace medio siglo quizá, otro devoto le obsequió allí un terreno para fincar una casa de playa. No pegado a las olas, pero suficientemente cerca de la arena. De su recámara, queda el hueco de la ventana, justo como un marco para la contemplación de un alto cerro a lo lejos. Del jardín, leves bardas de cemento pulido, el invencible rojo óxido de algunos muros, la amplitud del horizonte, el resto de lo que debió ser un patio para gozar de los árboles y del aire de la tarde, bajo la húmeda sombra del trópico.» (María Guadalupe Morfín. «Las huellas de Barragán» 03.07.2002)

«Hacia 1954 realiza Barragán el último intento de construir otra casa propia. Adquiere varias propiedades en la costa del Pacífico, en la playa de Majahua, creo que conocida por sus tiburones, en el estado de Colima, en una zona que pretendía urbanizar. Allí construye una “casa preciosa”, con “muros de hojas de palma” y “piso de arena”, para su disfrute personal, que desaparece por un incendio años después, pero confirma una vez más el empeño del arquitecto por construir un sitio donde vivir.» (Anna Martínez Durán. «La casa del arquitecto» Tesis doctoral 2007)

Pero ninguna de estas evocadoras descripciones iba acompañadas de imágenes y mi curiosidad no ha hecho más que aumentar.

¿Alguien tiene algún plano o fotografía de la casa de Barragán en Majagua que pueda amablemente compartir para poder profundizar en la -para mí- desconocida faceta hedonista de este  arquitecto ensimismado ?

Nota:

Gracias a un amable lector, he conseguido fotografías recientes de la misteriosa casa. Ver «La casa de Barragán en la playa (2)»

 

El mundo bajo los párpados

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Soy alérgico al Ocultismo y el «New Age». Nunca me ha interesado ni la psicología, ni la interpretación de los sueños, ni la videncia, ni la curación mental de dolencias físicas, ni las visiones asociadas a las experiencias cercanas a la muerte; ni jamás me había preguntado dónde estamos cuando soñamos. Ignoraba que existiesen los onironautas y el sueño lúcido, que Hipnos  (el sueño) y Tanatos (la muerte) fuesen hijos de Nix (la noche) o que Asclepio y sus hijas Panacea e Higía fuesen las diosas de la curación (y que la gente peregrinase a sus santuarios a incubar sueños y así sanarse).

Apoyándose tanto en relatos históricos recurrentes como en mitos griegos, egipcios y orientales; en las visiones premonitorias de Nietzsche, Schopenhauer, Kafka o Mark Twain; en el trabajo conjunto de Jung y Pauli; o en las implicaciones de que la física que se acerca a la materia desde lo diminuto acepte con resignación las paradojas espacio-temporales y la posibilidad de la existencia de múltiples dimensiones, el autor de este hermoso ensayo consigue inocular en el lector una duda razonable sobre si eso que consideramos realidad, en lugar de restringirse a lo que percibimos por los sentidos, debería tal vez ampliarse a una visión de un mundo que integre lo psíquico y la conciencia y en el que presente, pasado y futuro pueden convivir simultáneamente (aunque sólo podamos acceder a esa realidad aumentada cuando soñamos o tenemos experiencias cercanas a la muerte).

Así, lo que a primera vista parece una investigación sobre el mundo de los sueños y los fenómenos, mitos y rituales asociados a ellos esconde en realidad una crítica radical de ese racionalismo que el autor considera simplista e intransigente por atribuir todo lo inexplicable al azar.

No es que vaya a abandonar de repente la tradición ilustrada que tan bien me ha servido hasta la fecha pero la lectura de este poderoso libro de Jacobo Siruela me ha hecho plantearme que tal vez las cosas no sean tan simples como pensaba. No se puede pedir más a un ensayo.

Laurie Baker

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Como saben los que siguen habitualmente el blog, últimamente me interesan mucho los «arquitectos descalzos»: esos profesionales -como Hagerman o Van Lengen– que prefieren trabajar in-situ con la gente (y con sus propias manos) que en el tablero de dibujo, que intentan respetar al máximo el terreno y vegetación existentes, que celebran la individualidad del ser humano y su derecho a tener una vivienda adaptada a sus necesidades concretas, que luchan contra el despilfarro económico, energético o material, que aprovechan los recursos próximos y plantean edificios de muy baja tecnología que casi cualquier persona puede llegar a construir y que se preocupan por recuperar el modo intemporal de construir y aquellas lecciones que podemos aprender de la arquitectura tradicional.

Hace algunos días veíamos cómo Hassan Fathy luchó (y fracasó) en su intento por establecer una nueva arquitectura vernácula para Egipto ya que sus propuestas no fueron aceptadas por la gente humilde para la que estaban pensadas (tanto por el uso de bóvedas que hasta entonces se asociaban a la arquitectura funeraria, como por el empecinamiento de los usuarios para los que proyectaba en tener casas lo más parecidas posible a las de los ricos de su pueblo); y ahora se le ve como un arquitecto de talento pero con una mirada nostálgica que le impedía proponer lo que realmente necesitaban sus paisanos más desfavorecidos y que le llevó a un callejón estilístico sin salida.

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The Hamlet. La casa del arquitecto

Laurie Baker, en cambio, consiguió desarrollar una arquitectura vernácula contemporánea para Kerala, la región tropical húmeda del sur de la India donde vivió la última parte de su vida. Allí construyó más de mil casas unifamiliares -todas diferentes y adaptadas al presupuesto y necesidades de cada cliente- varias iglesias, un pueblo de pescadores, un centro de computación, cafés, hospitales y casi cualquier tipología que se pueda imaginar. Pese al escepticismo y hostilidad con que se encontró inicialmente, su manera de hacer se ha extendido por toda la región ya que su bajísimo costo permite a mucha gente que no puede tener una casa convencional construirse una vivienda fresca y cómoda.

Su biografía es digna de una película (que, de hecho, ya se ha filmado pero todavía no he podido ver). Nacido en Inglaterra en 1917 en una estricta familia metodista, se graduó en arquitectura en 1938, fue objetor de conciencia y pasó la segunda guerra mundial en China como voluntario en hospitales de atención a leprosos como parte de la iniciativa «Friends Ambulance Unit» de los cuáqueros a los que se había acercado tras distanciarse de la iglesia de sus padres.

En 1943, tras cuatro años en China, le ordenaron regresar a Inglaterra pero por el camino, se detuvo en Bombay. Allí  se encontró con Mahatma Gandhi y el flechazo fue instantáneo. Gandhi se interesó por aquel modesto arquitecto inglés que en lugar de zapatos llevaba -a la manera china- unos trapos envolviendo sus pies, y Baker.a su vez, quedó profundamente impresionado por el pensamiento de Gandhi y, muy especialmente, por su idea de que la esencia de la India estaba en sus aldeas y de que los materiales de construcción deberían estar cómo muy lejos a 5  kilómetros de la obra.

Regresó a Inglaterra pero no podía olvidar la India y en cuanto surgió la oportunidad de unirse como misionero a la organización  «The Mision to Lepers» para el cuidado de leprosos que buscaba arquitectos e ingenieros para construir centros de acogida en aquel país, no lo dudó y partió hacia Faizabad (Uttar Pradesh) para ayudar en su labor humanitaria al Dr. Chandy y a su hermana Elizabeth -también doctora- de la que en seguida se enamoró perdidamente.

(más…)

Hambre

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Un hombre del que no sabemos ni el nombre ni la edad, deambula hambriento por la ciudad de Cristiania, sin un duro, intentando escribir un texto que pueda interesar al diario local y proporcionarle algún pequeño ingreso para ir tirando unos días, pero el ayuno forzoso le inspira proyectos cada vez más ambiciosos y delirantes (dramas en tres actos, tratados filosóficos…) que son sistemáticamente rechazados y le van llevando al borde de la locura, al desahucio y a la inanición.

Sería un dramón lacrimógeno si no fuese por el peculiar sentido del humor de este héroe peripatético, las alucinantes situaciones en las que se ve metido en su lucha contra la carpanta; y ese carácter noble y orgulloso que le impide mendigar, robar o tener deudas y le lleva a deshacerse de las escasas monedas que consigue para ayudar a alguien o mostrar su superioridad moral.

La brevísima novela «Hambre» -escrita en 1890 por Knut Hamsum– es absolutamente contemporánea y sólo los detalles de época (los chalecos, las velas y los veleros) permiten datar la inolvidable historia de este hombre expulsado por la sociedad y obligado a arrastrarse por una ciudad hostil.

Nota:

El discurso alucinado, la miseria y el progresivo hundimiento del personaje me evocaron en varios momentos -cambiando el hambre por el frío y la ciudad por la naturaleza- al inmortal «Las Estaciones» de Maurice Pons, uno de mis libros favoritos cuyo autor nos dejó el pasado junio sin que apenas nadie se molestase en dedicarle un obituario.

Las décadas oscuras

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Lewis Mumford comparaba el período que siguió a la Guerra Civil estadounidense (1865-1895) con esos años tristes en los que no hay verano y, tras la primavera, el suelo aparece un día cubierto de hojas pardas; y dedicó «Las Décadas Oscuras» a reivindicar las raíces de la modernidad que se hunden en ese menospreciado lecho marrón.

Por este libro, publicado en 1931, desfilan escritores (Whitman, Thoreau, Dickinson), pintores (Homer), geógrafos (G.P. Marsh, precursor de  la ecología), jardineros (Olmsted); y pioneros de la arquitectura moderna como Richardson, Sullivan, Gill, Wright o la saga de los Roebling (protagonistas de la emocionante epopeya de la construcción del puente de Brooklyn). Todos ellos lucharon contra el espíritu de su tiempo y abrieron caminos por los que podría llegar un futuro mejor.

Al leerlo no pude evitar ver un cierto paralelismo entre dos épocas que idolatran el simulacro y producen arquitecturas inertes: aquella -entregada a copiar trasnochados motivos clásicos o medievales con medios industriales- y ésta –obsesionada por lograr que los edificios se parezcan a sus imágenes virtuales-.

¿Dónde andarán nuestros Roeblings  y Richardsons?

 

Nota:

las-decadas-oscurasEl libro se llama literalmente «Las Décadas Marrones» («The Brown Decades») pero he respetado en el texto el título de la traducción que he leído ( Ediciones Infinito, 1960)

Un árbol no es «un árbol»

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«No sentía que los escenarios de mi infancia interfiriesen con el presente sino lo contrario: Había regresado a mi infancia y era el presente el que interfería. (…) Aquello era lo que añoraba, cuando los árboles eran árboles y no «árboles», coches no «coches», Papá era Papá y no «Papá»»

Tuve que pasar un reguero de vomitonas y eyaculaciones precoces y llegar casi hasta el final del cuarto volumen de «Mi Lucha»- cuando Knausgard rememora la escritura de sus primeros cuentos- para entender que, al examinar tan minuciosamente la realidad, persigue exactamente lo mismo que aquel hombre que lloraba para limpiar su mirada y volver a ver campo donde ya sólo veía «paisaje»: recuperar la inocencia y la capacidad de asombro ante el mundo que le rodea.

Yeah Yeah Yeah

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Afirma Bob Stanley que es «pop» cualquier estilo que tenga presencia en las listas de éxitos y esa sana premisa destacada en la contraportada me incitó a leer su historia del género esperando un enfoque sanamente ecléctico.

Pero no. Su visión es totalmente anglocéntrica, obsesionada con lo que cada semana celebraban los semanarios y listas musicales británicas, tiene un fuerte sesgo anti-rock e ignora casi cualquier influencia de músicas de otras culturas en el pop.

Odia a los Rolling Stones, a los Clash, toda la nueva ola (menos la que le gusta, a la que llama Post-Punk) y al gran Bo Diddley le dedica únicamente un par de lineas. Adora a los Monkees, a ABBA, a Adam Ant ,a los Beatles, a los Bee Gees, a los Beach Boys, a Blondie, el Glam  y a KLF.

Su historia -pretendidamente revisonista- del pop sigue al milímetro la cronología estándar de las historias del rock y arranca con Bill Haley, Elvis Presley y compañía cuando, para un popero militante -en esta era de la retro-manía que tan bien analizó Simon Reynolds- tendría mucho más sentido remontarse hasta el principio de la música grabada y revisar la era del Tin Pan Alley y de los musicales de Broadway.  ¿No merecen «La Cucaracha», «yu-sei-tomeito-ai-sei-tomato», «Diga-diga-diga-roo», Fred Astaire o «El Manisero» un espacio destacado en el panteón del pop?

Odia a Bob Marley y no hay ni rastro de música latina o afro-pop. En mi opinión, para lo que aportan las escasísimas menciones a «músicas de otra gente» (incluido el country), podría habérselas ahorrado y su relato ganaría coherencia y fuerza.

Stanley está obsesionado por el cambio estilístico y las listas de éxito y analiza minuciosamente cada etiqueta inventada por la crítica británica (la obsesiva enumeración de estilos, sub-estilos e infra-estilos analizados en los capítulos dedicados a las raves y la música electrónica llega a resultar cómica). La búsqueda de la novedad permanente implica además que cada estilo tiene «su  momento» (máximo 3-5 años) y, por lo tanto, apenas hay artistas que merezcan un análisis a lo largo de las décadas (Dylan tiene un capítulo entero pero para Stanley su mejor disco es el infravalorado «New Morning»).

Me gusta la gente con una visión personal y ganas de llevar la contraria, pero -aunque tampoco la comparta- me hizo mucha más gracia «Rock and the Pop Narcotic» de Joe Carducci con su teoría opuesta de que el rock y el pop no sólo son totalmente diferentes sino que el virus pop es la auténtica amenaza del rock.

Admiro su ambición enfrascándose en un gran relato en esta época de obsesión por el detalle (en la que hay libros casi tan gordos como el suyo dedicados a un disco o sub-género), pero me convenció mucho más la narración de Robert Palmer en el imprescindible «Rock and Roll. An Unruly History«.

Coincido en la preponderancia de la canción sobre el disco y en que las listas de éxitos son la auténtica vara de medir el pop pero -como exaltación del single como artefacto pop definitivo- disfruté mucho más con «The Heart of Rock & Soul» de Dave Marsh.

Stanley escribe bien y con pasión, tiene un arsenal inagotable de anécdotas y comentarios jocosos -y muy pop- sobre los peinados, dentaduras o atuendos de muchos artistas; determinados momentos y movimientos «los clava» y reconozco que me costaba dejar el libro aunque a veces desease lanzarlo contra la pared o a las vías del metro pero creo que -aunque cualquier aficionado al género lo disfrutará y aprenderá cosas-  «Yeah Yeah Yeah» queda lejos de ser la historia definitiva de ese monstruo multiforme al que llamamos pop.

La ciudad que nos inventa

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Aunque en él aprendamos que la puerta al infierno está en el bosque de Chapultepec, que la Diana Cazadora (y sus pechos) son los de una secretaria de PEMEX que es también la obrera desnuda que lidera el grupo escultórico de la Fuente de los Petróleos, que la plaza de toros de la Condesa fue sustituida por un Palacio de Hierro, que la fachada de la catedral original está ahora en Pino Suárez; o nos enteremos de olvidadas salvajadas (las terribles matanzas de chinos durante la Revolución que explican que la ciudad tenga el barrio chino más pequeño del mundo, o el exterminio a palazos de todos los perros en 1790), este libro triste -que agrupa más de un centenar de crónicas sobre la Ciudad de México desde 1509 hasta nuestros días es, sobre todo, la crónica de una destrucción: la de los canales que surcaban el centro histórico y lo unían con otras poblaciones (el último en cegarse fue la actual Calzada de la Viga), la de los acueductos de Chapultepec a Salto del Agua y el que se divisaba desde la calzada más antigua de Amèrica (La Mexico-Tacuba), la de la toponimia, el paseo de Bucareli, el tren y la estación de Buenavista, «el árbol de la noche triste» (el ahuehuete de Popotla que -con 500 años de vida- fue salvajemente calcinado) , los álamos de la Alameda, los baños de vapor; los mesones de la calle Mesones; o la destrucción de Tlatelolco  -la ciudad gemela de Tenochtitlán que llegó intacta a nuestros días- para construir espantosas colmenas de vivienda «social».

Para los que amamos la caótica e hipertrofiada metrópolis de hoy, conocer todas las maravillas que se perdieron -por los terremotos, pero, sobre todo, por desidia, codicia o ignorancia- nos hace apreciar aún más todo lo que se conserva y nos conciencia de ese proceso que continúa desarrollándose cada vez a mayor velocidad ante nuestros ojos y que constituye «la verdadera maldición de la ciudad: la pulsión de tirar lo único para levantar lo que puede encontrarse en cualquier parte«.

Su lucha

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No tengo paciencia con esos libros (o películas) en los que «no pasa nada».  La introspección suele resbalarme. Odio los libros gordos.  Y, sin embargo, estoy devorando el segundo de los seis tomos de «Mi Lucha» de Karl Ove Knausgard como si fuese «Limonov» o «Carreteras secundarias«, los dos últimos libros que recuerdo haber leído de una sentada.

Es difícil explicar por qué el relato autobiográfico y ultra-minucioso de una vida relativamente normal resulta tan interesante. Tal vez sea el morbo de entrar tan a fondo en la vida y los sentimientos de alguien que relata sin cortapisas todo lo que le ocurre, regodeándose especialmente en aquello que le avergüenza. O por esos deslumbrantes micro-ensayos que aparecen aquí y allá propiciados con frecuencia por un asunto u objeto de lo más banal. O, sencillamente, por lo condenadamente bien escrito que está.

Su generación es la nuestra: escucha rock independiente, se enamora, compra en el IKEA, escapa de su primer matrimonio, se emborracha, se corta la cara por un amor no correspondido, se arrepiente, huye de la gente, ejerce de padre moderno, sufre la dictadura de lo políticamente correcto, lucha por su sueño de escribir una gran novela, se vuelve a emborrachar, mete una colilla mal apagada en un buzón, prepara unas langostas para sus amigos, sufre por su escasa masculinidad, critica a sus colegas, mira las nubes, se siente asfixiado por el conformismo buenista de la sociedad sueca.

Y nos cuenta su lucha con todo lujo de detalles en el egoísta, cándido -e irresistible- soliloquio de un adolescente perpetuo que, aún manteniendo su rechazo al mundo de miserias y obligaciones de los adultos, es capaz de observarlo con ojos limpios y mostrarnos la increíble complejidad y riqueza de lo real y lo cotidiano.